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Título: El régimen del reglamento administrativo en el derecho español y en el derecho argentino
Autor: Brest, Irina D.
Fecha: 26-oct-2017
Cita: MJ-DOC-12030-AR | MJD12030
Sumario:
I. Concepto. II. Diferencia entre el reglamento administrativo y el acto administrativo. III. Clases de reglamentos. IV. Reglamentos de necesidad y urgencia. V. Reglamentos subordinados o de ejecución. VI. Reglamentos autónomos, independientes o de servicio. VII. Reglamentos autorizados o de integración. VIII. Conclusión.
Doctrina:
Por Irina D. Brest (*)
I. CONCEPTO
Según Gordillo (1), y en el mismo sentido Dromi (2), el reglamento administrativo «es toda declaración unilateral efectuada en ejercicio de la función administrativa que produce efectos jurídicos generales en forma directa».
Cassagne (3) lo define así: «Acto unilateral que emite un órgano de la Administración Pública creador de normas jurídicas generales y obligatorias que regula situaciones objetivas e impersonales».
Dromi señala que los órganos que pueden dictar reglamentos, según el ordenamiento constitucional y de acuerdo con la tesis integral de la función administrativa, en el sentido de que esta puede ser ejercida por cualquiera de los órganos del Estado, son en la órbita del Poder Ejecutivo el presidente (art. 99, incs. 2 y 3 ) y el jefe de gabinete (art. 100, inc. 2 ); en el Legislativo, cada una de sus Cámaras (arts. 66 y 75, incs. 10, 25 y 32 ), y en el Poder Judicial, la Corte Suprema (art. 113 ) y el Consejo de la Magistratura (art. 114, inc. 6 ). Por ello, sus formas de exteriorización son diversas: decreto, orden ministerial, resolución, ordenanzas, circulares, instrucciones, etcétera.
En el derecho español, encontramos distintas acepciones del término «reglamento». J. Ziller nos da un concepto genérico de Reglamento como «todo acto normativo de carácter general emanado de instituciones distintas del Parlamento» (4). Así, por ejemplo, podrían incluirse dentro de esta definición los acuerdos celebrados entre la Administración sanitaria y las distintas centrales sindicales que fueron considerados como disposición reglamentaria por la Sección VII de la Sala III del Tribunal Supremo en su Sentencia de 10 de marzo de 1993 (Ponente, Conde Martín de Hijas) (5).
Algunos autores, como A.Embid Irujo sostienen un concepto restringido, que distingue dentro de la producción normativa de la Administración, no considerando reglamentos los productos del ejercicio de las potestades presupuestarias y de planeamiento ni tampoco las normas que resultan del ejercicio de la potestad de autoorganización de las entidades públicas y que genéricamente se denominan «estatutos» (6).
Jaime Aranda Muñoz dice que «el reglamento tal y como lo entendemos en el Derecho Administrativo, es una norma jurídica dictada por la administración pública en virtud de un procedimiento establecido, de rango inferior a la ley, y que puede ser concretado a través de los correspondientes actos o resoluciones administrativas que procedan» (7).
Según señala Romano-Tassone, «la concepción del reglamento en cuanto norma de valor subordinado a la Ley predomina, en la actualidad, en los países de una evolución jurídica análoga a la de España como Italia». En la Argentina, también lo podemos observar.
De acuerdo con la dimensión orgánica, representada por el Derecho francés de modo explícito y por el Reino Unido de modo tácito, el reglamento sería un acto normativo generalmente emitido por un órgano distinto del Parlamento, de carácter no judicial, lo que lo convierte necesariamente en un acto administrativo.
El jurista francés André de Laubadere dice lo siguiente: «. desde el punto de vista de la extensión de los efectos, encontramos entre los actos administrativos los “reglamentos”, es decir, medidas de alcance general tomadas, ya sea por el Gobierno (decretos reglamentarios), ya sea por las autoridades locales (resoluciones reglamentarias de un prefecto, un alcalde), y por otra parte los “actos individuales”, es decir, de alcance particular (autorización individual, nombramientos, contratos, etc.). Desde el punto de vista de las formas de la manifestación de voluntad, encontramos:”actos unilaterales” (reglamentos, autorizaciones) cuya existencia es característica del derecho público, “actos bilaterales” (contratos, convenios voluntarios no contractuales, como el nombramiento de un funcionario) y “actos plurilaterales” (deliberación de una asamblea). Desde el punto de vista del alcance, también es importante distinguir los actos que interesan directamente a los particulares y aquellos cuyo efecto jurídico se limita a la parte interna de la institución administrativa. Estos últimas forman parte de una categoría aparte, a la cual se da a veces el nombre de “medidas de orden interno”. El ejemplo más característico es el de las “circulares o instrucciones de servicios”, que merecen explicación aparte». (Las comillas internas son nuestras).
Además: «Las circulares son medidas que emplea el superior jerárquico para dar indicaciones a los funcionarios en relación con la interpretación de las leyes y reglamentos que se deben aplicar. El carácter de “orden interno” de las circulares se traduce en el sentido de que obligan al funcionario en virtud de obediencia jerárquica, pero no obligan a los administrados (por ejemplo, la interpretación que se hace de la ley obliga solamente al funcionario, pero no al administrado ni al juez). De aquí se deducen dos consecuencias: 1. Como la circular no constituye un elemento de la legalidad, su violación por una decisión administrativa no es ilegalidad que pueda dar lugar a recurso por exceso de poder (C. E., 27 de marzo de 1939, Coileye, p. 220). 2. Como la circular no constituye un acto administrativo que se imponga a los administrados “causando daño”, tampoco es susceptible de ataque por la vía del recurso por exceso de poder (C. E., 22 de febrero de 1918, Cochet d’Hattecourt, S., 1921.3.9, nota de Hauriou). Pero ocurre que bajo el nombre de “circulares” los ministros dictan verdaderas resoluciones reglamentarias (lo cual, además, solo pueden hacerlo en la medida en que tengan un poder reglamentario). A pesar de su nombre, dichas medidas son entonces verdaderos reglamentos y su régimen jurídico es el de todos los reglamentos:se convierten en fuente de legalidad (ya no solamente de obligaciones jerárquicas) y es admisible contra ellas el recurso por exceso de poder (C. E., 13 de junio de 1936, Giraud, p. 46). Cuando se desea precisar su naturaleza se Ies denomina “circulares reglamentarias”, para distinguirlas de las ‘’circulares interpretativas».
Y agrega: «La actividad de la administración es multiforme, pero todos los actos que realiza son igualmente y, por la misma razón, “actos administrativos”».
Además: «En Francia los reglamentos administrativos son actos legislativos desde el punto material y administrativos desde el punto formal» (8).
Para una segunda concepción, caso del Derecho de Italia o Portugal, la dimensión funcional se fija sobre la orgánica afirmando que el Gobierno tiene un poder de dictar normas que se aproxima al régimen propio de los actos administrativos en cuanto realiza una función de ejecución de las leyes.
La concepción combinada, ilustrada en particular por Alemania, parte de la producción de reglamentos por un órgano distinto del Parlamento, pero afirma que constituye un poder delegado que excede de la estricta ejecución del contenido de las leyes.
II. DIFERENCIA ENTRE EL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO Y EL ACTO ADMINISTRATIVO
La Sentencia del Tribunal Supremo Español (Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección 4), del 15 septiembre de 1995, explica bien las diferencias entre el reglamento y el acto administrativo, y lo hace de la siguiente manera: «El acto administrativo se diferencia del Reglamento en que este es norma jurídica, y por ello susceptible de aplicación reiterada, mientras que aquel no lo es, y sus efectos se producen solo una vez, agotándose al ser aplicado. Los reglamentos innovan el ordenamiento, mientras que los actos administrativos aplican el existente. Los reglamentos responden a las nociones de “generalidad” y “carácter abstracto” que señalan, al menos por regla general, a toda norma jurídica, mientras que los actos administrativos responden, también por regla general, a lo concreto y singular.El reglamento es revocable, mediante su derogación, modificación o sustitución, mientras que al acto administrativo le afectan los límites de revocación que impone la ley como garantía de los derechos subjetivos a que, en su caso, haya podido dar lugar. La ilegalidad de un reglamento implica su nulidad de pleno derecho, en tanto que la ilegalidad de un acto solo implica, como regla general, su anulabilidad. Es, por último, principio esencial del estado de derecho que las autoridades respeten en su conducta concreta las normas generales que han establecido ellas mismas en forma general (“Tu, legem patere quem ipse fecisti”), como reconoce el art. 30 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado del 26 de julio de 1957 (LRJAE), a cuyo tenor, “las resoluciones administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquellas tengan grado igual o superior a estas”».
Jaime Rodríguez y Arana Muñoz explican que «como regla general, el reglamento tiene un contenido general y abstracto. El acto administrativo, por el contrario, se dicta con un alcance concreto y normalmente se refiere a administrados concretos. El reglamento, que no se puede dictar para destinatarios singulares y concretos puede, sin embargo, dirigirse a grupos concretos de personas identificables precisamente a tenor del contenido del reglamento en cuestión» (9).
Ortiz Eduardo ha dicho lo siguiente: «El acto general tiene de común con el reglamento el sujeto indeterminado a que se dirige, pues va destinado a todo aquel que se encuentre en una determinada situación de hecho. Pero, a diferencia del reglamento, tiene su motivo en un hecho concreto ya ocurrido y su fin es satisfacer una necesidad pública dentro de esa circunstancia, logrando un resultado único e irrepetible y no meramente regular la conducta» (10).
En sentido similar, García de Enterría ha expresado que «el criterio básico es siempre y a nuestro juicio, el ordinamentalista:El Reglamento forma parte del ordenamiento, sea su contenido general o particular y el acto administrativo, aunque su contenido sea general o se refiera a una pluralidad indeterminada de sujetos, no forma parte del ordenamiento jurídico, es un acto ordenado y no ordinamental» (11).
A criterio de Lorenzo Martín Retortillo, «la actuación administrativa será un reglamento en cuanto se incruste en el ordenamiento jurídico y no en otro caso. La prueba de la consunción será su signo más significativo: si la actuación administrativa se consume por sí misma, estaremos ante un acto administrativo; si, por el contrario, mantiene y extiende su valor preceptivo para sucesivos cumplimientos, estaremos ante una norma, ante un Reglamento» (12).
Gordillo considera que, en el derecho argentino, los principios jurídicos aplicables a los actos de contenido general son los mismos tanto si el acto general es dictado para situaciones de hecho indeterminadas y repetibles como si es dictado para una situación de hecho única e individualizada; tanto si el acto general se agota y consume por estar destinado a una sola situación, aunque para un número indeterminado de personas, como si se mantiene en vigencia como parte del ordenamiento jurídico más o menos permanente, tampoco el acto pierde el carácter de general porque el número de sus destinatarios sea reducido. Así lo ha resuelto por ejemplo la CNCom, Sala B en la causa «Coordinadora Color c. Inspección General de Justicia», en el año 1983, ED, 104: 598, cons. 10, f.
El régimen de impugnación, los recursos procedentes, el tipo de protección jurisdiccional, la publicidad, la irretroactividad, son a nuestro entender, según dice Gordilllo, aplicables por igual a los actos generales de tipo permanente o de tipo instantáneo aunque indeterminable en cuanto a los sujetos que alcanza; por ello entendemos que no corresponde hacer la distinción expuesta y que dentro del concepto de reglamento cabe incluir, sin distinciones, todos los actos de contenido general dictados en ejercicio de la actividad administrativa.En el derecho español, en cambio, se señalan algunas diferencias en cuanto a las autoridades que los pueden dictar, su obligatoriedad respecto de los individuos, las excepciones oponibles a unos y otros, etcétera (13). Esas diferencias no existen en el derecho argentino tradicional.
Hutchinson ha sostenido que con el dictado del Decr. Ley 19.549/72 el derecho argentino ha receptado la señalada distinción (14), pero Gordillo sostiene que es un poco prematuro apuntar dicha conclusión. El decreto ley utiliza la terminología de acto administrativo de alcance general, es cierto, pero todo parece indicar que lo hace en referencia al reglamento y no en el sentido de la distinción española.
Al pensar de Hutchinson podría así sostenerse que los actos que, aun alcanzando a una pluralidad de personas o de situaciones, no se incorporan con vocación de permanencia al ordenamiento jurídico, sino que se agotan en su cumplimiento más o menos inmediato, pueden ser considerados «actos administrativos» en lugar de «reglamentos», con la consecuencia de que pueden ser impugnados judicialmente en forma directa (15).
De todas maneras, cabe apuntar, según dice Gordillo, que a partir de la incorporación constitucional de la categoría de los derechos de incidencia colectiva, ha comenzado a ampliarse no solamente la legitimación contra los actos generales, sino también y en su consecuencia los efectos de la sentencia, que ahora pueden ser «erga omnes».
III. CLASES DE REGLAMENTOS
El profesor español Santamaría Pastor los distingue por su relación con la ley, por las materias que regulan y por la naturaleza de su autor. En relación con la ley, nos encontramos con los reglamentos «secundum legem», «extra legem», y «contra legem». Problemática aparte plantean los llamados «independientes». Es decir, reglamentos que disciplinan materias no reservadas formalmente a la ley en la Constitución, tal y como acontece con los límites a los derechos fundamentales, materia necesariamente de competencia legal por el mandato del constituyente. Es el caso de los arts.53.1, 31.3, 33.2, y 133.1 de la Constitución Española. También por su relación con la ley nos encontramos quizás con el más normal y frecuente de reglamento, que es el denominado «reglamento ejecutivo», aquel que desarrolla y complementa el contenido de la ley, y que suele estar previsto en el cuerpo de la correspondiente ley como disposición final. En estos casos, hay que llamar la atención sobre la necesidad de que el proceso de elaboración de estos reglamentos cuenten con el informe preceptivo del Consejo de Estado previsto en el art. 22.3 de su ley reguladora. La evacuación de dicho informe responde a la necesidad de garantizar que, en efecto, el reglamento dictado en verdad sea fiel en su contenido a los principios de la ley que pretende desarrollar. Finalmente, hemos de hacer referencia, también entre los reglamentos relacionados con la ley, a los de necesidad. Por razón de la materia tenemos que citar siguiendo a la doctrina germánica, los reglamentos llamados «administrativos» y los reglamentos jurídicos. Los reglamentos administrativos, también llamados «reglamentos domésticos», son normas de organización interna de la propia Administración y normas que regulan las llamadas «relaciones especiales de sujeción», categoría jurídica hoy en Francia en crisis, pero que permite entender el marco y el régimen de las relaciones entre los funcionarios y la Administración, entre los estudiantes y la Administración educativa, o por ejemplo, entre los usuarios de un servicio público y el Ente público titular del mismo. Por su parte los reglamentos jurídicos, como su nombre sugiere, se refieren a definir derechos o a imponer deberes en el ámbito de supremacía general como puede ser la que liga a los ciudadanos con la propia Administración pública. En lo que atiende a la Administración autora del reglamento, los reglamentos serán estatales, autonómicos, locales, institucionales o corporativos. Por lo que se refiere a los reglamentos estatales, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución (art.97), los de mayor rango son los Reales Decretos aprobados por el Presidente del Gobierno o por el Consejo de Ministros. Subordinados a ellos y a las órdenes de las Comisiones Delegadas del Gobierno, se encuentran los reglamentos de los ministros, que adoptan la forma jurídica de Órdenes Ministeriales y que se dictan para los asuntos propios del departamento ministerial que se trate. A continuación, tenemos las órdenes de las denominadas «autoridades inferiores», entre las que se encuentran las resoluciones y circulares de los secretarios de Estado, subsecretarios y directores generales de la Administración del Estado. Los reglamentos autonómicos, los dictados por el poder ejecutivo de cada Comunidad Autónoma, «mutatis mutandis», siguen el mismo curso jerárquico que los estatales, si bien en algún caso, como el de la Comunidad Autónoma de Asturias, resulta que el Estatuto de Autonomía de Austurias (arts. 23.2 y 33.1) atribuye potestad reglamentaria al poder legislativo autonómico. En materia local, la Ley de bases de régimen local de 1985 (arts. 20.1y 2, 21.1e y 49) distingue entre los reglamentos orgánicos de cada Ente local, norma que establece el régimen de autoorganización, las denominadas Ordenanzas municipales, que son normas de gran raigambre en el Derecho Administrativo Español de eficacia externa aprobadas por el correspondiente pleno de la Corporación local, y finalmente, los bandos que el propio Alcalde de la Corporación puede dictar en asuntos de su competencia.
Según Gordillo, en el ordenamiento jurídico Argentino, «habitualmente se clasifica a los distintos tipos de reglamentos en de ejecución, “delegados” o de integración, de necesidad y urgencia, autónomos, aunque es de hacer notar que en la práctica los límites entre unos y otros suelen ser borrosos. Basta tomar cualquier ejemplo del Boletín Oficial para comprobarlo empírica¬mente. Por ello, toda generalización de conceptos de reglamentos ha de tomarse como mera hipótesis de análisis» (16).
IV.REGLAMENTOS DE NECESIDAD Y URGENCIA
Mucho se discutió en el derecho argentino, sobre la existencia y posibilidad de los decretos de necesidad y urgencia. La doctrina constitucionalista era, por lo general, contraria a su admisión, mas no así la mayoría de la doctrina administrativista fiel a su cuño europeo (17).
Bajo el texto constitucional anterior la Corte Suprema en el caso Peralta admitió la validez de este tipo de decretos: «condicionado por dos razones fundamentales: 1. que en definitiva el Congreso Nacional, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2. porque -y esto es de público y notorio- ha mediado una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados» (18).
Del mismo modo, el Juzgado Federal N.° 2 de Rosario en el año 1990 afirmó lo siguiente: «Para la procedencia de las medidas policíacas de urgencia o necesidad, la doctrina exige la concurrencia de una serie de recaudos: a. antes que nada, que exista una situación real y verdadera de urgencia o necesidad, relacionada inmediatamente con situaciones de orden o seguridad y no simple conveniencia, interés general o similares; b. que el derecho que con dicha medida se lesione tenga un valor económico, moral o ético inferior al que se intenta proteger; c. que sean dictadas por el Poder Ejecutivo, y d. la aprobación por el órgano legislativo, ya sea que esté en receso o que la urgencia sea tal que no pue da reunírselo sin menoscabo de la situación» (19).
Los reglamentos de necesidad y urgencia fueron formalmente reconocidos como posibles en la reforma de 1994, bien que con restricciones, por el inc. 3 del art. 99 del nuevo texto constitucional (20). Su admisibilidad es excepcional.
El principio es que le está prohibido al Poder Ejecutivo, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, ejercer funciones de carácter legislativo.Así como le está prohibido por el art. 109 dictar sentencia, por los arts. 76 y 99, inc. 3, se le prohíbe dictar ley. Estos dos recaudos constitucionales están asegurando la absoluta independencia de los poderes y también están vedando la invasión de competencia (21).
En esta línea, la jurisprudencia de nuestro Alto Tribunal sostuvo lo siguiente: «Que siendo un principio fundamental de nuestro sistema político la división del gobierno en “tres grandes departamentos”, el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, independientes y soberanos en su esfera, se sigue forzosamente que las atribuciones de cada uno le son peculiares y exclusivas, pues el uso concurrente o común de ellas harían necesariamente desaparecer la línea de separación entre los tres altos poderes políticos, y destruiría la base de nuestra forma de gobierno» (22).
Ello ha motivado que -como lo ha sostenido en un interesante voto la jueza Argibay- (23), los reglamentos de necesidad y urgencia padezcan de presunción de inconstitucionalidad, presunción que solo puede ser abatida por quien demuestre que, al momento de su dictado estaban reunidas las condiciones constitucionalmente exigidas al efecto. Es decir que, no tienen presunción de legitimidad, ni tampoco de ejecutividad o ejecutoriedad. La realidad, en estos tiempos de emergencia perpetua, es caótica: Se dictan muchos, sobre materias prohibidas. Y para peor, no siempre tienen adecuación de medio a fin; o sea, no sirven para paliar la emergencia, sino la angustia de los gobernantes (24).
Gordillo dice que «quizás el principal problema al que se enfrenta el Poder Judicial es la necesaria determinación, también, de la racionalidad de las medidas económicas adoptadas. No hacerlo es condenar al país a la perpetua aislación internacional, como la práctica lo demuestra» (25).
Es importante resaltar que quien únicamente puede dictar reglamentos de necesidad y urgencia es el Poder Ejecutivo, o sea el Presidente, con acuerdo de gabinete; no puede dictarlos el Jefe de Gabinete. Asimismo esta facultad no admite delegación(26).
Se subordina la legitimidad de estos reglamentos a las siguientes condiciones: 1.Necesidad y urgencia de la medida. 2. El órgano legislativo debe encontrarse en receso o debe presentarse una imposibilidad material de resolver la cuestión con la premura que las circunstancias exigen. 3. El órgano ejecutivo ha de someter el reglamento a la ratificación del congreso inmediatamente después de su dictado, pues lo contrario importaría usurpar el dominio legislativo. 4. Están excluidas las materias penal, tributaria, electoral y el régimen de los partidos políticos, lo que respeta la reserva de la ley. Aprobado el reglamento de necesidad por el congreso, se convierte en ley. Si el órgano legislativo lo rechaza, queda derogado a partir de ese momento y no retroactivamente (27). Según Gordillo, para que el reglamento de necesidad y urgencia tenga validez y vigencia «debe satisfacer todos los demás test de razonabilidad constitucional. (Existencia de sustento fáctico suficiente, adecuación de medio a fin, proporcionalidad, etc.)» (28).
Así, la Procuración del Tesoro« indica como presupuestos del dictado de estos decretos que los mismos respondan a una situación excepcional que, por su urgencia, impida seguir los trámites ordinarios para la sanción de las leyes; y que no se refieran a materias vedadas por el art. 99, inc. 2, de la Constitución Nacional» (29).
El art. 99, inc. 3, de la CN establece, en el párr. 3.°, un régimen de control legislativo. Además del acuerdo general de ministros y referendo de todos los ministros y del jefe de gabinete, a. este último debe comunicarlo dentro de los diez días a la Comisión Bicameral Permanente del Congreso; b. esta a su vez debe producir despacho en diez días; c. elevarlo al plenario de cada cámara; d. «para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Dado el sentido restrictivo del texto constitucional, pensamos que nos encontramos allí ante una serie sucesiva de requisitos acumulativos de validez y vigencia del reglamento de necesidad y urgencia.La ley 26.122 -sancionada doce años después de la reforma- reglamentó el trámite y los alcances de su intervención respecto de reglamentos de necesidad y urgencia. Pero lo hace inconstitucionalmente» (30).
Sobre la necesaria intervención del Congreso de la Nación que en el trámite de ratificación de los decretos de necesidad y urgencia exige la Ley fundamental, el Procurador General de la Nación, en el caso «Müller, Miguel A. c/ PEN» señaló, que la misma se verificó mediante la derogación expresa del decreto en cuestión dispuesta por ley, «de donde surge de modo inequívoco que lo tuvo por válido hasta ese momento, sin que obste a ello la circunstancia de que el decreto de necesidad y urgencia… también derogó al primero, porque la ley los derogó a ambos», entendiendo que «esta es la inteligencia que (…) mejor concilia las facultades-deberes de control del Poder Legislativo con las ejercidas por el Ejecutivo, a la luz de la obligación de pronunciarse en forma expresa que impone al primero el art. 82 de la CN el modo efectivo en que se manifestó su voluntad. La Corte Suprema, con el voto de la mayoría compartió los fundamentos y conclusiones expuestos (31).
La Cámara Federal Contencioso Administrativo, Sala I, en la causa «Fernández Prini, Roberto J. c/ Poder Ejecutivo Nacional» ha sostenido lo siguiente: «La ratificación del decreto de necesidad y urgencia 290/ 95 -el cual reduce las remuneraciones de los agentes públicos- por la Ley 24.624 de presupuesto para el año 1996, se contradice con el procedimiento específico previsto en el art. 99, inc. 3, párr.4.° de la Constitución Nacional, que establece que la aprobación de los decretos de necesidad y urgencia debe ser por expreso tratamiento, pues dicha aprobación se insertó en una ley de presupuesto -Ley 24.624-, que constitucionalmente no es el lugar idóneo al efecto” » (32).
De esta manera, en el caso Video Club Dreams» (33) la Corte abandona, en los considerandos 3° y 16, la jurisprudencia esbozada en «Rossi Cibils» (34) de que un decreto de esta naturaleza pueda ratificarse por silencio legislativo y también excluye que pueda ser ratificado implícitamente en la ley de presupuesto. La cuestión volvió a cobrar interés tras la sanción de la Ley 26.122 . Si bien en ella se establece -en sintonía con la norma constitucional- que «el rechazo o aprobación de los decretos deberá ser expreso conforme lo establecido en el artículo 82 de la Constitución Nacional» (art. 22), no se fija plazo alguno para tal pronunciamiento y, a la par, se dispone que «el rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo a lo que establece el artículo 2 del Código Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia» (art. 24). Es criticable la técnica legislativa utilizada, ya que una interpretación literal de las normas transcriptas podría conducir a creer que solo el rechazo expreso del reglamento de necesidad y urgencia por ambas cámaras legislativas -y no, en cambio, su silencio o el rechazo por una sola de ellas- tendría la virtualidad de dejarlo sin efecto.Si bien esta ha sido la interpretación que ha efectuado de aquellas normas la generalidad de la doctrina, algunos tribunales han comenzado a interpretarlas a la luz del texto constitucional, sosteniendo que cuando no media aprobación expresa de ambas cámaras legislativas el reglamento de necesidad y urgencia no puede superar el control de constitucionalidad (35). Pérez Hualde sostiene que el Congreso «no tiene plazo» al efecto, pero el silencio en su primera reunión con quórum posterior importa rechazo (36). En cambio, para Ortiz Pellegrini y Aguirre el plazo máximo total es de 30 días (37). La improcedencia de que el Poder Ejecutivo vete lo resuelto por las cámaras legislativas respecto del reglamento de necesidad y urgencia surge de la propia Ley 26.122.
En la práctica, el decreto de necesidad y urgencia opera como una forma de presión política del Poder Ejecutivo sobre el Congreso, ante la opinión pública, obligándolo en cierto modo a pronunciarse. Este frecuentemente lo hace, en uno u otro sentido, en el corto o mediano plazo. Con lo cual, muy tortuosa y deformadamente, se impone al final una versión casi folclórica del principio de legalidad; en otras palabras, su denegación total y una abdicación del poder legislativo y judicial -por ausencia de control oportuno- en manos del ejecutivo (38).
La doctrina española los define a los reglamentos de necesidad o contralegem de la siguiente forma:
J. L. Palma Fernández dice que son los dictados en circunstancias extremas y excepcionales, de auténtica emergencia y solo legitimados en lo perentorio de la necesidad. La Ley no resulta contradicha, sino que se excepciona durante el tiempo que dure la situación de emergencia que se trata de afrontar (39).
Según Jaime Aranda Muñoz (40), son la modalidad de reglamentos dictados por el Gobierno por razones extraordinarias. Es el caso previsto en el art.116 de la CN en cuya virtud el Gobierno puede acordar por decreto del Consejo de Ministros, previa autorización del congreso de los diputados en un caso y con comunicación al Consejo en el otro, de las declaraciones de estado de excepción o de alarma. La naturaleza de estos decretos, quizás más bien actos administrativos generales, pues se dictan para una concreta situación que, una vez transcurrida, hace perder todo sentido a dichos decretos.
Por su parte, A. Embid Irujo (41) señala, que el sistema normativo conoce cauces de escape de los rígidos principios de la jerarquía normativa. Esos cauces de escape se fundamentan en la existencia de situaciones excepcionales que en sí mismas justifican la ruptura -eso sí, siempre temporal y provisional- de la jerarquía normativa y que hacen que, por ejemplo, determinadas autoridades que no tienen, además, por qué tener habitualmente potestad reglamentaria puedan adoptar decisiones normativas en contra de lo previsto en la ley. El autor cita como ejemplos de previsión de estos reglamentos de necesidad en el ordenamiento jurídico español: la regulación de la explotación de las aguas en caso de sequía extraordinaria (art. 56 Lag.) y los poderes del Gobierno en los estados de alarma (arts. 8.2 y 34 de la Ley Orgánica 4/81, de 1 de junio, de estados de alarma, excepción y sitio).
En este sentido, la Sentencia de la Sala 3.ª, Sección 3.ª, del Tribunal Supremo de 12 de julio de 1993 (Ar. 6.191. Ponente: J. M. Morenilla Rodríguez) en su F. J. 3 declara lo siguiente: «Para resolver la cuestión planteada, es necesario examinar la naturaleza de la disposición impugnada que es la de un reglamento acordado por el Gobierno, con fecha 30/6/1989, “al amparo 56 de la Ley 29/1985, de 2 agosto, de Aguas” (art. 1) para establecer una serie de medidas de carácter temporal (hasta el día 31/12/1990) con el fin de afrontar una situación de sequía extraordinaria.Se trata, por tanto, de un reglamento de “necesidad” que la Administración ha acordado para hacer frente a una situación extraordinaria de excepcional gravedad y urgencia. Como tal reglamento de necesidad es de carácter excepcional y distinto de los reglamentos ejecutivos, y por tiempo determinado, adoptado, no en desarrollo de una Ley, sino en uso de las facultades que la ley concede al Gobierno para hacer frente a la situación que planteaba la sequía existente. En esas circunstancias, la ausencia de los informes mencionados queda justificada excepcionalmente teniendo en cuenta esa provisionalidad o temporalidad de su vigencia y la urgencia a que responden. El art. 105.a de la Constitución se remite expresamente a la ley para la regulación de la audiencia de los ciudadanos y, en el presente caso, la Ley de Aguas, art. 56, no recoge esa audiencia, ni puede ser considerado el Real Decreto impugnado como un Reglamento ejecutivo dictado en desarrollo o complemento de una Ley a los efectos del art. 22.3 de la Ley Orgánica 3/80, del 22 de abril, del Consejo de Estado».
Se suele citar el derecho europeo en apoyo a recurrir a esta figura de los decretos de necesidad y urgencia, tal el italiano y el español.
Según el autor panameño Quintero, el «decreto con valor de ley» solo es admisible cuando la Constitución respectiva lo admite (42).
Actualmente, las normas pertinentes en Italia y en España son el art. 77 de la Constitución Italiana de 1948, y el art. 86 de la Constitución española de 1978.
Sin embargo, la cita frecuentemente silencia el hecho de que estos dos regímenes son de tipo parlamentario; o sea, regímenes en los cuales el Poder Ejecutivo no es sino una derivación del Legislativo. Esto significa que la continuidad del primero está condicionada a la voluntad del segundo.Por ello, el Poder Ejecutivo debe dimitir en caso de perder -por mayoría absoluta- un voto de confianza, arribándose así a la necesidad de que se forme un nuevo Ejecutivo o, incluso, se disuelva el Parlamento y se convoque a elecciones para elegir una nueva legislatura (arts. 88 y 94 de la Constitución italiana de 1948, y arts. 114 y 115 de la Constitución española de 1978).
Esta situación, como se observa, es totalmente distinta de la que establece nuestra Constitución que, siguiendo el modelo norteamericano, hace al Presidente independiente del Congreso quien no lo nombra ni, salvo el caso excepcionalísimo del juicio político, lo remueve, otorgándole así un período fijo de ejercicio del cargo.
Según el art. 77 de la Constitución italiana de 1948, el decreto de necesidad y urgencia lo adopta el Gobierno (o sea el Presidente del Consejo y sus ministros) «bajo su responsabilidad», debe ser presentado el mismo día a las Cámaras y “pierde eficacia” desde el principio si no es convertido en ley dentro de los sesenta días de su publicación, por tratarse de un régimen parlamentario, el Gobierno solo puede formarse si logra el acuerdo de las Cámaras y, por la misma razón, el Gobierno cae en caso de un voto de desconfianza de las Cámaras mediante el cual se hace efectiva la responsabilidad política del Gobierno. De allí entonces que, como la sanción de un decreto de necesidad y urgencia pone en juego la responsabilidad del Gobierno, la disconformidad de las Cámaras con tal sanción, expresada por mayoría, puede provocar su caída.
Así, en Italia, si el Parlamento discrepa de la medida de la emisión de un decreto de necesidad y urgencia, puede provocar la caída del Ejecutivo, situación esta última de frecuente ocurrencia en la vida política italiana y que, por lo general, desemboca en la elección de un nuevo Ejecutivo por el mismo Parlamento.En la Argentina, por el contrario, la discrepancia solo acarrea tal desenlace si la oposición contara con los dos tercios de los votos de cada una de las cámara para prevalecer en el juicio político, pero, en este caso, el nuevo Ejecutivo no dependerá de la voluntad del Congreso sino, según lo dispone el art. 88 de la Constitución, de manera interina y excepcional (o sea, cuando falta el vicepresidente).
De allí entonces que la admisión del decreto de necesidad y urgencia en nuestro país convierte al Ejecutivo en un verdadero legislador con la sola condición de contar con un tercio de los miembros de una de las dos Cámaras que le sea adicto, para así impedir ya sea la promoción del juicio político o su resultado adverso, o el levantamiento del veto presidencial a la ley que deje sin efecto al decreto de necesidad y urgencia, aspecto este último que la reforma de 1994 también deja en oscuras.
Tal es, pues, la consecuencia de haber tomado una figura extraída de regímenes estructuralmente diferentes al nuestro, en lugar de seguir el precedente de la Corte Suprema de los Estados Unidos cuando, ante una huelga en la industria siderúrgica desatada durante la guerra de Corea, invalidó la intervención en las empresas siderúrgicas dispuesta por el Presidente de la República, con el argumento de que tal conducta constituía un ejercicio de potestades legislativas por el Presidente que la Constitución vedaba (43). Es útil recordar algunas frases de ese fallo, pues demuestran el costo institucional de separarse del modelo cuyo abandono algunos hoy preconizan: «Los Fundadores de esta nación confiaron el poder de hacerlas leyes solamente al Congreso tanto en los tiempos buenos como en los malos.No es necesario recordar los hechos históricos, los temores del poder y las esperanzas de libertad que existen detrás de esta elección (.). Con todos sus defectos, demoras e inconvenientes, los hombres no han descubierto ninguna técnica para preservar por largo plazo un gobierno libre que no sea que el Ejecutivo esté debajo de la ley y que la ley sea hecha por deliberación parlamentaria» (44).
V. REGLAMENTOS SUBORDINADOS O DE EJECUCIÓN
El reglamento de ejecución se encuentra expresamente autorizado en la Constitución Argentina, en el art. 99, inc. 2, el que al fijar las atribuciones del Poder Ejecutivo, establece que este «expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias» aunque con severos límites y que básicamente suponen que no puede regular, directa o indirectamente, derechos de los ciudadanos, habitantes o usuarios (45). El Jefe de Gabinete, por su parte, expide reglamentos sublegales para el ejercicio de las atribuciones del art. 100 (inc. 2), o a las entidades descentralizadas, por norma legislativa expresa que autorice la reglamentación por diversos órganos (por ejemplo, la DGI, en materia impositiva y el Banco Central de la República Argentina, en materia bancaria) (46). Los entes supranacionales también dictan reglamentos administrativos de ejecución de los tratados, que tienen igual fuerza que estos (47).
En primer lugar, debe señalarse que las leyes deben cumplirse desde el momento de su promulgación y publicación, por lo que no dependen en modo alguno de que el Poder Ejecutivo decida reglamentarlas o no (48). Esto es así incluso aunque la ley disponga en sus últimos artículos, como es de práctica, que «el Poder Ejecutivo reglamentará la presente ley», pues de admitirse el principio opuesto, quedaría librado al arbitrio del poder administrador el cumplir o hacer cumplir la ley, o no, mediante el simple camino de no reglamentarla, lo que por cierto no sería admisible desde ningún punto de vista.Lo mismo cabe decir, con mayor razón aún, de los reglamentos del Jefe de Gabinete.
El reglamento de ejecución es fundamentalmente un reglamento dirigido a los propios agentes administrativos, para que estos sepan a qué atenerse y cómo proceder en los distintos casos de aplicación de la ley, en lo que se refiere al aspecto puramente administrativo. Por ello, no son reglamentables por el Poder Ejecutivo las leyes que no serán ejecutadas por la administración: sería absurdo, p. ej., que el Poder Ejecutivo pretendiera reglamentar el Código Civil, el Código de Comercio, etc., salvo en lo que hace p. ej. al Registro Civil de las Personas, la Inspección de Personas Jurídicas, y órganos similares previstos en las leyes de fondo, siempre y cuando no se invada el ámbito de los deberes de los particulares, regulándolos o ampliándolos de cualquier otra manera (49).
La Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso «Cía. Arg. De Electricidad c/ Fisco Nacional» ha dicho que « la circunstancia de no ajustarse la reglamentación a los términos de la ley no la invalida, mientras no haya incompatibilidad entre ambas y se ajuste la primera al espíritu de la segunda, propendiendo al mejor cumplimiento de sus fines o a evitar razonablemente su violación» (50).
La Procuración del Tesoro ha indicado lo siguiente: “Los actos reglamentarios no tienen como finalidad establecer el procedimiento según el cual la Administración aplicará la ley, sino regular, por mandato del legislador la concreta aplicación de la ley en la sustancia misma del objeto o finalidad por ella definidos; los reglamentos de ejecución solo prosiguen la actividad legislativa, sin alterar la ley» (Expte. N.° 1-2015-0000101 6964/98. Ex Ministerio de Trabajo y Seguridad Social; 31/5/2000, PTN, Dictámenes, 233:348).
La Sentencia del Tribunal Supremo de España de 15/6/2010 ha dicho lo siguiente:«El reglamento, en cuanto norma jurídica de carácter general emanada de la Administración, tiene un valor subordinado a la Ley a la que complementa. Por ser el reglamento norma jurídica de colaboración, debe distinguirse entre la normación básica de las cuestiones fundamentales que siempre corresponde a la Ley, y aquellas otras normas secundarias, pero necesarias para la puesta en práctica de la ley: los reglamentos. Por medio de la potestad reglamentaria, la Administración participa en la elaboración del ordenamiento jurídico, de suerte que la norma emanada de la Administración (el reglamento) queda integrada en aquel. Pero la potestad reglamentaria no es incondicionada, sino que está sometida a la Constitución y a las leyes (art. 97 de la CE). Por el sometimiento del reglamento al bloque de la legalidad, es controlable por la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 106.1 CE y art. 1 de la LJCA), a la que corresponde -cuando el reglamento es objeto de impugnación- determinar su validez o su ilegalidad. Teniendo en cuenta que nuestro derecho positivo sanciona con la nulidad de pleno derecho a los reglamentos ilegales (art. 28 de la LRJAE y art. 62.2 de la LRJAPC, y antes art. 47.2 de la LPA), y que la sentencia que declare ilegal un reglamento tiene eficacia “erga omnes” (art. 86.2 de la LJCA), adquiere relevancia máxima la labor de los Tribunales cuando conocen de los recursos directos contra los reglamentos. El recurso directo contra disposiciones reglamentarias es un medio enérgico de control jurisdiccional que mira, fundamentalmente, al interés de la Ley. La relevancia de la labor de los Tribunales, obliga a estos a tener que poner el reglamento cuya validez se cuestione en relación con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico positivo (y tratándose de reglamentos ejecutivos particularmente con la Ley que desarrollen), con los principios generales del Derecho y con la doctrina jurisprudencial en la medida en que ésta complementa el ordenamiento jurídico (art.1.6 del Cc), en aras del principio de seguridad jurídica proclamado en el artículo 9.3 de la Constitución. Ello es así porque el reglamento ejecutivo, como complemento indispensable de la Ley, puede explicitar reglas que en la Ley estén simplemente enunciadas y puede aclarar preceptos de la Ley que sean imprecisos. Así, pues, el reglamento puede ir más allá de ser puro ejecutor de la Ley, a condición de que el comportamiento de la Administración sea acorde con la Constitución y con el resto del ordenamiento jurídico en los términos dichos». (STS, del 5/12/1996, recurso 6600/1992, FD 1º).
De otro lado, en la Sentencia de 29 de abril de 2009, (recurso ordinario 132/2007), se ha dicho lo siguiente: «FD 2º: “La actividad reglamentaria está subordinada a la ley en sentido material (artículos 97 de la Constitución, 51 de la Ley 30/1992 y 23 de la Ley 50/1997), en la medida en la que no puede abordar materias que le están reservadas, sin perjuicio de colaborar con ella o de desarrollar sus determinaciones». »Desde el punto de vista formal, el ejercicio de la potestad reglamentaria ha de sujetarse al procedimiento de elaboración legalmente establecido (artículos 24 y 25 Ley 50/1997), respetando el principio de jerarquía normativa y el de inderogabilidad singular de los reglamentos, así como a la publicidad necesaria para su efectividad (artículo 9, apartado 3, de la Constitución), según establece el artículo 52 de la Ley 30/1992.Los límites sustantivos y formales de la potestad reglamentaria determinan el ámbito del control judicial de su ejercicio, atribuido por el artículo 106 de la Constitución, en relación con el 26 de la Ley 50/1997 y el 1 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de esta jurisdicción (BOE de 14 de julio), que se plasma en el juicio de legalidad de la disposición general en atención a las referidas previsiones de la Constitución y del resto del ordenamiento, donde se incluyen los principios generales del derecho (interdicción de la arbitrariedad y proporcionalidad, entre otros). Acatados aquellos límites, queda a salvo y ha de respetarse el contenido del ejercicio de la potestad reglamentaria, que no puede sustituirse por las valoraciones subjetivas de la parte o del Tribunal que la controla, como resulta expresamente del artículo 71, apartado 2, de la Ley 29/1998, que, aun en el supuesto de anulación de una disposición general, nos impide determinar la forma en que ha de quedar redactada la misma». Las Sentencias del Tribunal Supremo del 14/10/ 2008 y del 11/11/2008 se pronuncian en términos similares.
En relación con el dictamen del Consejo de Estado, la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de enero de 2000 dijo lo siguiente: «Cuarto.El Consejo de Estado es, como señala el artículo 107 CE, el supremo órgano consultivo del Gobierno que actúa con autonomía orgánica y funcional en garantía de su objetividad e independencia no formando parte de la Administración activa y configurándose más bien, como un órgano del Estado con relevancia constitucional al servicio de la concepción del Estado que la propia Constitución establece (STC 56/1990, de 29 de marzo). Por imperativo de su propia Ley Orgánica (LOCE, en adelante), en el ejercicio de su función consultiva, el Consejo de Estado ha de velar por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, valorando los aspectos de oportunidad y conveniencia cuando lo exijan la índole del asunto o lo solicite expresamente la autoridad consultante, así como la mayor eficacia de la Administración en el cumplimiento de sus fines; y de esta función genérica se derivan, como señala una STS de 16 de julio de 1996, tres importantes aspectos: auxiliar a la autoridad consultante a los efectos del ejercicio de su competencia; ser garante de que la autoridad consultante va a actuar en los términos del mandato contenido en el artículo 103 CE (servir con objetividad los intereses generales) y constituir, en cierto modo, un control que tiene su expresión en un dictamen que debe revestir las características de objetividad para procurar el correcto hacer del Gobierno y de la Administración.En el ámbito de que se trata, la elaboración de disposiciones reglamentarias, sin desconocer la importancia de la función de valoración de la oportunidad y conveniencia, resulta de la mayor trascendencia la relativa a la garantía de legalidad de la norma que se está elaborando (el control jurídico “ex ante” de la legalidad de la norma reglamentaria, en términos de STS de 14 de octubre de 1996, y sin perjuicio, claro está, del control de esta Jurisdicción). Es por ello por lo que la más reciente jurisprudencia de esta Sala resalta el carácter esencial que institucionalmente tiene el dictamen del Consejo de Estado en la elaboración de las normas reglamentarias en que resulta preceptivo, resaltando, además, el carácter final que le atribuye el artículo 2.4 Ley Orgánica del Consejo del Estado».
»La Jurisprudencia, tomando en cuenta esta importancia o trascendencia, exigió, desde antiguo, con especial rigor el cumplimiento del trámite y apreció la nulidad de las normas reglamentarias dictadas sin cumplirlo (SSTS de 6 y 12 de noviembre de 1962, 22 de octubre de 1981, 15 de enero, 12 de julio y 10 y 29 de diciembre de 1982, 15 y 16 de junio de 1983 y 31 de mayo de 1986, entre otras). Es cierto que, a partir de 1987, se inicia una línea jurisprudencial que, en atención al principio de economía procesal, relativiza la trascendencia invalidante de la omisión del informe del Consejo de Estado, afirmando que la misma no impedía a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa entrar a conocer del fondo del asunto -la conformidad o no a derecho de la disposición reglamentaria- y que, si efectuado el control se acreditaba dicha conformidad, carecía de sentido declarar una nulidad en sede jurisdiccional para que el Consejo de Estado viniera después a decir lo que ya se había constatado (SSTS 7 de mayo y 2 de junio y 29 de octubre de 1987, 12 y 17 de febrero, 5 de marzo, 26 de abril y 20 de octubre de 1988, entre otras), perotambién lo es que tal línea Jurisprudencial ha coexistido con la que reproduciendo los viejos criterios, seguía afirmando y declarando la nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria cuando se había omitido, indebidamente, el dictamen el Alto Órgano consultivo (SSTS 1 de marzo, 5 de abril, 14 de mayo y 30 de diciembre de 1988, entre otras). Esta divergencia jurisprudencial requería una clarificación que satisfaciera las exigencias derivadas del principio de seguridad jurídica y de la propia función del Tribunal Supremo en el otorgamiento de certeza en el derecho, que ha sido resaltada por la doctrina del Tribunal Constituciona l (STC 71/1982), en orden al grado de exigibilidad de la intervención del Consejo de Estado. Así en SSTS de la Sala Especial de Revisión de 10 de mayo y 16 de junio de 1989, se pone de manifiesto que dicho Órgano Consultivo cumple un control preventivo de la potestad reglamentaria para conseguir que se ejerza con ajuste a la ley y al derecho. No es correcto pues volatilizar esta cautela previa que consiste en el análisis conjunto de cada disposición general mediante su confusión con el control judicial posterior, configurado en el artículo 106 CE, casi siempre casuística o fragmentario y siempre eventual. La intervención del Consejo de Estado no se queda, por tanto, en un mero formalismo sino que actúa como una garantía preventiva para asegurar en lo posible la adecuación a derecho del ejercicio de la potestad reglamentaria. Esta doctrina tiene continuidad en sentencias posteriores (SSTS 23 de junio de 1991, 20 de enero de 1992, 8 de julio de 1994 y 3 de junio de 1996, entre otras), aunque no deja de hacerse alguna referencia al principio de economía procesal (STS 25 de febrero de 1994), que tiene, sin duda trascendencia en este ámbito, pero no para subsanar la omisión de trámites que no han tenido lugar en la vía administrativa, sino para evitar la innecesaria retroacción de los mismos cuando aparece evidente su inutilidad.Por consiguiente, debe partirse de la afirmación de la necesidad de efectuar la consulta preceptiva al Consejo de Estado, so pena de incurrir en nulidad de pleno derecho de la disposición reglamentaria, sin perjuicio de que la aplicación del principio de economía procesal en el sentido expuesto determine la existencia de ciertas excepciones singulares a la regla general formulada. Entre ellas, en el presente caso, se trata de precisar la exigibilidad del trámite, en el supuesto de que informado un proyecto de norma reglamentaria por el Consejo de Estado, tras su recepción, se introduzcan nuevas modificaciones o adiciones al mismo. Y, a este respecto ha de tenerse en cuenta que, conforme reiterada doctrina de esta Sala (SSTS 22 de febrero de 1988, 27 de noviembre de 1995, 14 de octubre de 1996 y 28 de enero de 1997, entre otras), solo cuando las modificaciones introducidas en el texto definitivo no son sustanciales resulta innecesaria una nueva audiencia y examen por el Consejo de Estado; de manera que es entonces cuando las discordancias entre el proyecto inicial, objeto de audiencia y dictamen, y el texto definitivo no son determinantes de la nulidad de la norma aprobada.Pues bien, en el presente caso, la cuestión decisiva que acaba de enunciarse ha de ser resuelta en el sentido de entender que el artículo 2 del Real Decreto, único precepto impugnado y que no fue objeto del dictamen del Consejo de Estado, supuso una alteración sustancial del proyecto inicial».
Por su parte, la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de julio de 2009 se expresó así: «De ahí, podemos afirmar que la disposición impugnada al no someterse en su procedimiento de elaboración al preceptivo dictamen del Consejo Consultivo, devino, según el artículo 62.1.e) de la Ley 30/92, de 26 de noviembre, nula de pleno derecho según correctamente apreció la Sala de instancia, ya que, si bien es cierto que la jurisprudencia de los años inmediatos a la promulgación y entrada en vigor de la derogada Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de julio de 1958, modificada por la Ley de 2 de diciembre de 1963, comenzó afirmando el carácter obligatorio de este trámite, tal sistema si bien se alteró a mediados de los años setenta, en la actualidad, es uniforme y constante la doctrina jurisprudencial que sustenta que la falta del dictamen del Consejo de Estado, acarrea la nulidad de los reglamentos ejecutivos; sentencia de veintisiete de julio de dos mil cuatro, recaída en el recurso de casación 2715/1997».
La Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de junio de 2009, dijo lo siguiente: «Para determinar si es o no exigible el informe del Consejo de Estado o, en su caso, del correspondiente Consejo Consultivo de la Comunidad Autónoma, existe una copiosa jurisprudencia de esta Sala en la que se trazan las características definitorias de los llamados “reglamentos ejecutivos” frente a los “reglamentos organizativos”, cuestión que afecta a los elementos ordenadores de la institución reglamentaria en el Derecho administrativo y se erige en el núcleo esencial del debate que aquí se plantea.Así, en lo que se refiere a la categoría de los denominados reglamentos ejecutivos, extraemos de la sentencia de la Sección 4.ª de esta Sala de 13 de octubre de 2005 (recurso 68/2003) -y en el mismo sentido pueden verse, entre otras, las sentencias de la Sección 4ª de 11 de octubre de 2005 (recurso 63/2003) y 9 de noviembre de 2003 (recurso 61/2003)- las siguientes consideraciones: “En cuanto a los supuestos en que dicho dictamen resulta preceptivo, conviene precisar, como señala la sentencia de 15 de julio de 1996, que a tales efectos, son reglamentos ejecutivos los que la doctrina tradicional denominaba ‘Reglamentos de ley’. Se caracterizan, en primer lugar, por dictarse como ejecución o consecuencia de una norma de rango legal que, sin abandonar el terreno a una norma inferior, mediante la técnica deslegalizadora, lo acota al sentar los criterios, principios o elementos esenciales de la regulación pormenorizada que posteriormente ha de establecer el Reglamento en colaboración con la Ley. Es también necesario, en segundo lugar, que el Reglamento que se expida en ejecución de una norma legal innove, en su desarrollo, el ordenamiento jurídico sin que, en consecuencia, deban ser considerados ejecutivos, a efectos del referido artículo 22.3 LOCE , los Reglamentos “secundum legem” o meramente interpretativos, entendiendo por tales los que se limitan a aclarar la Ley según su tenor literal, sin innovar lo que la misma dice; los Reglamentos que se limitan a seguir o desarrollar en forma inmediata otros Reglamentos (sentencia de esta Sala y Sección de 25 de octubre de 1991) y los Reglamentos independientes que -“extra legem”- establecen normas organizativas en el ámbito interno o doméstico de la propia Administración».
«La sentencia de 14 de octubre de 1997 resume la jurisprudencia en la materia declarando que se entiende por disposición organizativa aquélla que, entre otros requisitos, no tiene otro alcance que el meramente organizativo de alterar la competencia de los órganos de la Administración competente para prestar el servicio que pretende mejorarse.En el mismo sentido, la sentencia de 27 de mayo de 2002, recurso de casación número 666/1996, afirma que los reglamentos organizativos, como ha admitido el Tribunal Constitucional (v. gr., sentencia 18/1982, fundamento jurídico 4, pueden afectar a los derechos de los administrados en cuanto se integran de una u otra manera en la estructura administrativa, de tal suerte que el hecho de que un reglamento pueda ser considerado como un reglamento interno de organización administrativa no excluye el cumplimiento del requisito que estamos considerando si se produce la afectación de intereses en los términos indicados». Las anteriores referencias jurisprudenciales se reiteran en la sentencia de esta Sala y Sección de 19 de marzo de 2007, al resolver el recurso de casación 1738/2002. Séptimo. Los razonamientos expuestos conducen a reconocer que se trata de un reglamento ejecutivo que precisa del dictamen del órgano Consultivo autonómico, siendo la nulidad del decreto la consecuencia obligada de la omisión del citado dictamen, tal y como razona la sentencia recurrida, cuyo criterio procede confirmar».
Por último, citaremos la Sentencia del Tribunal Supremo de 23/12/2008, que dijo así: «También es justificada la tesis de la actora sobre que la naturaleza del precepto controvertido es la de una norma reglamentaria, porque, aunque su vigencia fuera temporal (el ejercicio de 2006), se refiere a una generalidad indeterminada de destinatarios, como son todos los futuros aspirantes o participantes en los procesos selectivos que se regulan, y va dirigida a regular una serie de supuestos de forma abstracta e indefinida, como son las múltiples convocatorias que se puedan realizar en el futuro. Y también debe compartirse su alegación de que se está ante un reglamento de ejecución o desarrollo de una Ley, la Ley 30/1984, que regula los procesos selectivos a que se refieren los “criterios generales de aplicación” regulados por el Real Decreto recurrido.Todo lo cual hace evidente que es de aplicar lo dispuesto en el artículo 24.2 de la Ley 50/1997, del Gobierno, de 27 de noviembre, y en el artículo 22.3 de la Ley Orgánica 3/1980, del Consejo de Estado, de 22 de abril, que imponen la consulta preceptiva de la Comisión Permanente del Consejo de Estado para los reglamentos o disposiciones de carácter general que se dicten en ejecución de las Leyes, así como sus modificaciones. Como también la doctrina de esta Sala -representada, entre otras, por las sentencias que cita la actora de 24 de febrero de 2000 y 12 de febrero de 2001- que ha declarado que la ausencia de dicho informe representa la omisión de un trámite esencial que debe determinar la nulidad de la correspondiente norma reglamentaria; y ha explicado su significación (así lo hace sobre todo la de 11 de febrero de 2001 SIC) diciendo que la preceptividad de dicho Dictamen encuentra su razón de ser en el principio de legalidad, por estar destinado a asegurar a priori el sometimiento pleno de las Administraciones Públicas a la Ley y al Derecho, y se inserta por ello en el procedimiento administrativo común como una garantía esencial».
VI. REGLAMENTOS AUTÓNOMOS, INDEPENDIENTES O DE SERVICIO
Según Marienhoff y Cassa gne, son aquellas normas generales que dicta la Administración, sobre materias que pertenecen a su «zona de reserva», es decir sobre temas privativos de su competencia no regulados por una ley. Para otros autos, como Gordillo, Dromi y Diez, esta «zona de reserva de la administración» no existe.
Son los reglamentos «praeter legem» que, en principio, el ámbito del Poder Ejecutivo dicta el jefe de gabinete bajo la denominación de decisiones administrativas, sin subordinarse a ninguna ley formal, para regir el funcionamiento interno de la Administración, en razón de ejercer la jefatura de la administración general del país (art. 100, inc.1, de la CN). Son típicos reglamentos de organización administrativa, que en general no rigen ni regulan la actividad de los particulares, ni de terceros extraños a la Administración. Tal modalidad reglamentaria se manifiesta por medio de «instrucciones y circulares» (51).
La Procuración del Tesoro de la Nación ha indicado que la potestad de dictar reglamentos de ejecución y reglamentos autónomos (a los que también denomina constitucionales) deriva de la Constitución Nacional. Afirma en este orden «que en los primeros, debe cumplirse el límite constituido por la ley y en los segundos su discrecionalidad está solo limitada por la razonabilidad, y no referirse a materias atribuidas expresamente por la Constitución a otro órgano o Poder del Estado», y agrega lo siguiente: «por la complejidad de la Administración Pública actual, en un mismo decreto pueden aparecer disposiciones reglamentarias ejecutivas, mezcladas con el ejercicio de potestades reglamentaras autónomas». (PTN, Dict. N.° 304/03, 16/5/2003, Expte. N.° S01 0003800/2003, «Ministerio de Economía», Dictámenes 245:397).
El reglamento autónomo no se encuentra previsto en el sistema constitucional y solo puede admitírselo como una variante, muy limitada, del reglamento de ejecución, que tampoco puede crear, regular o modificar derechos o deberes de los individuos frente a la administración. Este tipo de reglamentos, que no está expresamente previsto en las leyes ni en la Constitución, estaría constituido por aquellos dictados para regir una materia en la que no hay normas legales aplicables (de ahí lo de «autónomo»). Habrá de cuidarse de no sostener que pertenece a una esotérica «zona de reserva de la administración» que no existe en ninguna parte de nuestro sistema constitucional. Uno de los supuestos del reglamento autónomo que excede los límites antes expuestos se da en aquellas relaciones que la doctrina alemana llamaba «especiales de sujeción» (52), cuando determinados grupos de personas se encuentran, voluntariamente o no, sometidas a un sistema administrativo y normativo a la vez:los presos en la cárcel, los funcionarios en la administración (y por ende los militares en las fuerzas armadas, los policías y gendarmes en las de seguridad, etc.), los alumnos en una escuela o universidad. ¿Cabe también limitar de tal modo los derechos de un enfermo en un hospital? En la práctica, ciertamente ocurre, incluso sin norma alguna; pero a medida que avancen los juicios de mala praxis es posible que la vieja fórmula reglamentarista, que prevé todo a favor de la administración y casi nada como derecho del particular, reasuma allí también el incierto rostro de sus mil cabezas de medusa (53). En Francia, la nueva Constitución autoriza expresamente a la administración el expedir reglamentos autónomos de carácter legislativo en materias excluidas de las atribuciones del Parlamento (arts. 34 y 37). Cabe distinguir así entre los reglamentos externos: a. los autónomos (o más propiamente, los legislativos) y b. los subordinados. Los primeros surgen directamente de la Constitución, sin que una ley pueda determinar su contenido ni legislar sobre el punto: Tienen así la categoría de ley (54); los segundos sólo pueden dictarse para la ejecución de las leyes o por autorización de ellas. Es un criterio constitucional peligroso y ciertamente desaconsejable si no se cuenta con gobiernos mesurados y pueblos vigilantes y celosos de su libertad; en diametral oposición al mismo cabe recordar la Constitución austríaca, que en su art. 18, ap. 2, expresamente desautoriza los reglamentos autónomos y delegados (55).
Como afirma J. M. Baño León, en España, la evolución de la figura del reglamento independiente es ante todo pragmática, con planteamientos muchas veces cercanos a la doctrina francesa (56).
La doctrina española, en su mayoría, se pronuncia a favor de la existencia del reglamento independiente. No obstante, existe discrepancia sobre los límites constitucionales y cuál sea el ámbito de tales reglamentos. Según el profesor J. M. Baño León (57), pueden resumirse en tres las posiciones mantenidas por la doctrina española: 1.En primer lugar, la de aquellos que reducen el ámbito del reglamento independiente a la esfera interna de la Administración. Dentro de esta posición destacan E. García de Enterría, J. L. Carro Fernández-Valmayor y R. Gómez-Ferrer Morant (58) que restringen la potestad reglamentaria de las Administraciones públicas a la organización, las relaciones especiales de poder y las prestaciones de servicios. Ha de aclararse, sin embargo, que estos dos últimos autores acotan dicha parcela material partiendo de la consideración de que el ámbito propio y específico de la potestad reglamentaria del Gobierno (o, lo que es lo mismo, del reglamento independiente) tiene carácter residual ya que alcanza aquellas materias no reservadas a la Ley ni material ni formalmente. Y precisamente, dicho razonamiento es el que caracteriza al siguiente grupo de autores. 2. En efecto, en segundo término, pueden citarse los autores que admiten el reglamento independiente en todas aquellas materias no específicamente reservadas a la Ley por la Constitución, o bien que no hayan sido congeladas en su rango por una previa disposición legal. En este grupo doctrinal pueden incluirse la mayoría de los autores: M. Bassols Coma, M. Baena del Alcázar, I. De Otto, J. de la Cruz Ferrer y F. Garrido Falla (59). 3. En tercer lugar, se encuentran quienes restringen el reglamento independiente a aquellas materias que no afecten ni a las reservas específicas de la ley ni al principio general de reserva (la llamada «cláusula general de protección de la propiedad y la libertad individual») que excluye que el reglamento sin autorización legal pueda afectar a las materias que atañen a la libertad de acción de los particulares, de acuerdo con J. A. Santamaría Pastor, J. M. Baño León, J. Tudela Aranda (60).
El Tribunal constitucional, por su parte, se ha limitado a declarar en cuanto a la admisibilidad constitucional del reglamento independiente, en la Sentencia 108/1986 de 29 de julio, F. J. 24 (Ponente: A.Latorre Segura) que «no hay, por tanto, razones suficientes para admitir la limitación objetiva de la potestad reglamentaria». En la jurisprudencia del Tribunal Supremo, abundan las declaraciones favorables al reglamento independiente fundándose pura y simplemente en que el reglamento cae dentro del ámbito competencial de la correspondiente «Administración pública» (v. gr., SSTS del 24/11/1980, Ar. 4597; 8/6/1982, 30/11/1983, Ar. 6849; 24/5/1984, Ar. 3132; 20/12/1988, Ar. 9416).
J. M. Baño León (61) afirma que el reglamento independiente se diferencia: 1. Del reglamento autónomo, por cuanto este último supone la atribución a la Administración de un campo material exclusivo que el legislador no puede invadir, mientras que la potestad reglamentaria independiente es compatible con la primacía absoluta de la ley en cualquier ámbito. Esta definición de reglamento autónomo es la mantenida tradicionalmente por la doctrina española, de acuerdo con M. F. Clavero Arévalo (62), A. Embid Irujo (63), J. L. Palma Fernández (64). 2. Del reglamento que es producto de una habilitación en blanco del legislador pues, respecto de tales reglamentos, los Tribunales ordinarios no pueden invalidar la habilitación -salvo la cuestión de inconstitucionalidad mientras que, en los reglamentos independientes, el juez de lo contencioso administrativo interpreta directamente los límites constitucionales de la potestad reglamentaria, anulándolos si estima que requieren de una ley previa.
VII.REGLAMENTOS AUTORIZADOS O DE INTEGRACIÓN
Tanto la doctrina como la jurisprudencia están contestes en que el Congreso no puede delegar en forma amplia sus facultades al Poder Ejecutivo, sino que solo puede permitirle dictar ciertas normas dentro de un marco legal prefijado por el legislador (65). Por ello, resulta un contrasentido hablar de reglamento «delegado» como habitualmente se hace y resulta tal vez más adecuado usar el término «reglamento de integración». En efecto, los casos en que se admite como válida la atribución de facultades reglamentarias al Poder Ejecutivo, se refieren invariablemente a las leyes que establecen ellas mismas un determinado principio jurídico, dejando al administrador tan solo el «completar, interpretar o integrar» ese principio, sea precisando su concepto, sea determinando las circunstancias de hecho a que deberá ser aplicado (66). La Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos: «A. M. Delfino y Cía. p/ apelación multa Prefectura Marítima» (67) y «Mouviel, Raúl O. s/ desórdenes» (68), ha dicho que «el Congreso no puede delegar en el Poder Ejecutivo o en otro departamento de la Administración ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido expresa o implícitamente conferidos (art. 29, CN) (…) pero sí puede el Poder Ejecutivo reglar los pormenores y detalles necesarios para la ejecución de aquella».
VIII. CONCLUSIÓN
Los reglamentos administrativos -tanto en el derecho español como en el argentino-, a pesar de las diferencias doctrinarias sobre su definición y sobre cómo se los distingue de los actos administrativos, son fuentes del ordenam iento jurídico que cumplen un rol no menor para la consecución de la armonía social en un Estado de derecho.Por ello, es importante que la potestad reglamentaria se encuentre limitada, de modo que se respete la división de poderes de la teoría de Montesquieu, y revisadas por un fuero especial, «el contencioso administrativo». Sin embargo, en la práctica, la Administración Pública tiende a cruzar las barreras de la ley, a avasallar los derechos de los ciudadanos con distintos pretextos aludiendo a la primacía de los objetivos que se pretende alcanzar. Es una realidad que resiente nuestro país, debido principalmente a la adopción de figuras de tipo parlamentario que difieren estructuralmente del nuestro.
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(1) AGUSTÍN GORDILLO: Tratado de derecho administrativo y obras selectas, Cap. VII, Fuentes Nacionales del Derecho Administrativo, t. 1, Parte general, 11.ª ed. Buenos Aires, FDA, 2013. p. 21.
(2) ROBERTO DROMI: Derecho Administrativo, Cap. VII,I Reglamento Administrativo, 10.ª ed. Buenos Aires y Madrid, s. e., 2004. p. 437.
(3) CASSAGNE, Juan Carlos: La configuración de la potestad reglamentaria, LL 2004-A-1144.
(4) J. ZILLER: Le contrôle du Pouvoir Réglementaire en Europe, L’Actualité Juridique-Droit Administratif, 20/9/1999, p. 635.
(5) P. GONZÁLEZ SALINAS: La Negociación Colectiva en la Función Pública: el carácter reglamentario de los Acuerdos entre la Administración y los Sindicatos, Revista Española de Derecho Administrativo, número 80, octubre-diciembre, 1993, p. 698.
(6) A. EMBID IRUJO «Potestad Reglamentaria», en Revista Vasca de Administración Pública, N.° 29, enero-abril, 1991, p. 77.
(7) Jaime ARANDA MUÑOZ, Jaime: Derecho Administrativo Español, t. 1, Introducción al Derecho Administrativo Constitucional, p. 114.
(8) LAUBADERE, André de: Manual de Derecho Administrativo. Temis, Colombia, 1984, trad. esp. de la 11 ed. francesa, p. 175-178.
(9) ARANDA MUÑOZ, Jaime: Derecho Administrativo Español, t. 1, Introducción al Derecho Administrativo Constitucional, p. 114.
(10) ORTIZ, Eduardo: Materia y objeto del contencioso-administrativo, San José, 1965, p. 128.
(11) GARCÍA de ENTERRÍA: «Recurso contencioso directo contra disposiciones reglamentarias y recurso previo de reposición», en Revista de Administración Pública, 29: 164, Madrid.
(12) MARTÍN RETORTILLO, Lorenzo:«Actos administrativos generales y reglamentos», en Revista de Administración Pública, Madrid, 40: 225, 249.
(13) GARCÍA de ENTERRÍA, op. cit.; GONZÁLEZ PÉREZ: El procedimiento administrativo, op. cit., pp. 223-300.
(14) HUTICHINSON: «La impugnación judicial de los reglamentos», en RADA, 9:31,34.
(15) HUTICHINSON: Régimen de procedimiento administrativo. Ley 19.549, Astrea, 9.ª ed., p. 83.
(16) AGUSTÍN GORDILLO, op. cit., p. 23.
(17) Comparar BIDART CAMPOS, G.: El Derecho Constitucional del Poder, t. 2, p. 85; S. V. Linares Quintana, Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional, t. IX, p. 691; M. A. Ekmekdjian, Tratado de Derecho Constitucional, t. II, p. 502, por una parte, con M. S. Marienhoff, Tratado de Derecho Administrativo, 3.a ed., t. 1, pp. 263-267; M. M. Diez, Derecho Administrativo, t. 1, 2.a ed., pp. 363-372, R. Bielsa, Derecho Administrativo, 5.a ed., t. 2, pp. 205-206; y VILLEGAS BASAVILBASO: Derecho Administrativo, 1.1, pp. 284-297.
(18) CSJN: 17/12/1990, «Peralta, Luis Arcenio y otro c/ Estado Nacional (Ministerio de Economía- BCRA) s/ amparo», P-137-XXIII).
(19) Juzgado Federal N.° 2 de Rosario, 23/2/1990, JA, 1990-III-235.
(20) MAIRAL, Héctor A.: Algunas reflexiones sobre la utilización del derecho extranjero en el derecho publico argentino, p. 6.
(21) Dromi, op. cit p. 452.
(22) CSJN: 4/12/1863, «Criminal c/ Ríos y Gómez p/ salteamiento y robo a bordo del pilebot nacional “unión”, en el río Paraná», Fallos, 1:35-37, consid. 2).
(23) CSJN: Massa, Juan Agustín, Fallos 329: 5913, de los consids. 3 a 5 del voto de la jueza Argibay (2006.)
(24) AGUSTÍN GORDILLO, op. cit., p. 24.
(25) AGUSTÍN GORDILLO, op. cit. p. 33.
(26) AGUSTÍN GORDILLO, op. cit, p. 33.
(27) DROMI, Roberto: op.ult. Cit. p. 451.
(28) Agustín GORDILLO , op. cit. p. 34
(29) PTN, Dictámenes, 241:438, 241:468.
(30) Agustín Gordillo, op. cit. p. 34
(31) CSJN 10/4/2003, «Müller, Miguel A.c/ PEN», MJJ4094 , LL, 2003-C-293).
(32) CNFedContAdm, Sala I, 26/11/96, «Fernandez Prini, Roberto J. c/ Poder Ejecutivo Nacional», SJDA, Buenos Aires, La Ley, 27/6/1997, p. 46.
(33) Ver GELLI: «Amparo, legalidad tributaria y decretos de necesidad y urgencia. El caso «Video Club Dreams,», en LL, 1995-D, 243.
(34) CSJN: Fallos, 315: 2074, Rossi Cibils, 1992.
(35) GORDILLO, Agustín: op. cit. p 36.
(36) PÉREZ HUALDE, op. cit. p. 245
(37) ORTIZ PELLEGRINI y AGUIRRE, op. cit. p. 128
(38) GORDILLO, Agustín op. cit., p. 36.
(39) PALMA FERNÁNDEZ, J. L.: «El reglamento autónomo en España», en Revista de Derecho Administrativo, número 87, julio-septiembre, 1.993, p. 337.
(40) ARANDA MUÑOZ, Jaime: Derecho Administrativo Español, t. 1, Introducción al Derecho Administrativo Constitucional, p. 116.
(41) A. EMBID IRUJO: «Potestad reglamentaria», en Revista Vasca de Administración Publica, número 29, eneroabril,
1.991, p. 105.
(42) QUINTERO, Los decretos con valor de ley, Madrid, 1958, p. 254.
(43) Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer, 343 U.S.579, 1952.
(44) MAIRAL, Héctor A. Algunas reflexiones sobre la utilización del derecho extranjero en el derecho público argentino. Pág. 6 /8.
(45) DIEZ, op. cit., t. I, p. 421.
(46) Roberto DROMI, op. cit., p. 447/448.
(47) CSJN: Fallos, 321-1: 1226, 1998, cons. 8 y 9; Dotti, DJ, 1998-3, 233.
(48) CSJN: Fallos, 310-III: 2653, Hotel Internacional Iguazú S.A.; Dromi, op. cit., 5.ª ed., p. 281.
(49) GORDILLO, Agustín: op. cit., p. 47.
(50) CSJN: 18/10/67, «Cía. Arg. de Electricidad c/ Fisco Nacional», (DGI), Fallos, 269:120; véase también CSJN, Fallos, 182:244; 183:116; 199:442; 200:194;232:287;246:221).
(51) DROMI, Roberto: op. cit., p. 448.
(52) Véase SALOMONI, Jorge Luis: «La cuestión de las relaciones de sujeción especial en el Derecho público argentino», en Guillermo A. Muñoz y Salomoni (dir.es), Problemática de la administración contemporánea.Buenos Aires, Ad-Hoc y Universidad Notarial Argentina, 1997, p. 151 y ss. La concepción cesarista que este autor critica contribuye, como otras de cuño análogo, a la constitución de un sistema impuro de gobierno, cuando no hay control ciudadano suficiente del control judicial.
(53) GORDILLO, Agustín: op. cit., p. 46.
(54) WALINE, Marcel: Droit Administratif, París, 1959, 8.ª ed., p. 6 y ss. de la «addenda».
(55) ANTONIOLLI, Walter: Allgemeines Verwaltungsrecht, Viena, 1954, p. 76 y ss.
(56) BAÑO LEÓN, J. M.: Los límites constitucionales de la potestad reglamentaria, Editorial Cívitas, Madrid, 1.991, pp. 169 y 174.
(57) BAÑO LEÓN, J. M.: Estudios sobre la Constitución Española, Homenaje al Profesor Eduardo García de Enterría, t. 1, «Los ámbitos del reglamento independiente», Madrid, Civitas, 1991, p. 421.
(58) GARCÍA DE ENTERRIA, E.: El curso de Derecho Administrativo, vol. 1, 11.ª ed. S. l., Civitas, 2002, pp. 184-190; CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR J. L., y GÓMEZ-FERRER MORANT, R.: La potestad reglamentaria del Gobierno y la Constitución, Documentación Administrativa, N.° 188, octubre-diciembre, 1980, p. 213 y ss.
(59) BASSOLS COMA, M.: Las diversas manifestaciones de la potestad reglamentaria en la Constitución, Revista de Administración Pública, N.° 88, enero-abril, 1979, p. 130; BAENA DEL ALCÁZAR, M.: Las fuentes del Derecho y la Constitución, La reserva de ley y la potestad reglamentaria en la nueva Constitución, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1979, p. 304; DE OTTO, I.: Derecho Constitucional. Sistema de fuentes Barcelona, Ariel, 1987, pp. 157-158. Y en relación con I. de Otto, véase también: RUBIO LLORENTE, F.: Revista Española de Derecho Constitucional, N.° 39, septiembre-diciembre, 1993, pp. 19 y 20; DE LA CRUZ FERRER, J.: «Sobre el control de la discrecionalidad en la Potestad Reglamentaria», en Revista de Administración Pública, N.° 116, mayo-agosto, 1988, pp. 72-77; GARRIDO FALLA, F.: Tratado de Derecho Administrativo, vol. 1, Madrid, Tecnos, 13.ª ed., 2002, p. 276.
(60) SANTAMARÍA PASTOR, J.A.: Fundamentos de Derecho Administrativo. Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1988, pp. 776-783; BAÑO LEÓN, J. M.: Estudios sobre la Constitución Española, Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría, t. 1, «Los ámbitos del reglamento independiente». Madrid, Cívitas, 1991, p. 421, y Los límites constitucionales de la potestad reglamentaria. Madrid, Cívitas, 1991, p. 186; TUDELA ARANDA, J.: La Ley y el Reglamento en el Derecho del Turismo, Documentación Administrativa, N.os 259-260, enero-agosto, de 2001, p. 104. GÓMEZ PUENTE, M.: La inactividad de la Administración. Elcano (Navarra), Aranzadi, 2.ª ed. 2000, p. 324, podría incluirse en este último grupo si bien llega a afirmar que el ámbito material del reglamento independiente sería tan limitado que no cree que el constituyente tuviera realmente la intención de reconocerlo.
(61) BAÑO LEÓN, J. M.: Los límites constitucionales de la potestad reglamentaria. Madrid, Civitas, 1991, pp. 164-165.
(62) CLAVERO ARÉVALO, M. F.: «¿Existen reglamentos autónomos en el Derecho Español?», en Revista de Administración Pública, N.° 62, mayo-agosto, 1970, p. 11.
(63) EMBID IRUJO, A.: «Potestad reglamentaria», en Revista Vasca de Administración Pública, N.° 29, enero-abril de 1991, p. 105. El citado autor señala como ejemplo único en España de reglamentos autónomos las normas que dictan los denominados «territorios históricos» (las Diputaciones Forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya) de conformidad con el art. 37 del Estatuto del País Vasco.
(64) PALMA FERNÁNDEZ, J. L.: Reglamentos autónomos en España, Revista Española de Derecho Administrativo, N.° 87, julio-septiembre, 1995, p. 339.
(65) GARCÍA de ENTERRÍA: Legislación delegada, potestad reglamentaria y contro l judicial, op. cit., p. 123.
(66) GORDILLO, Agustín: op. cit., p. 40.
(67) Fallos, 148: 430, Delfino, 1927.
(68) Fallos, 237: 636, Mouviel, 1957.
(*) Procuradora y abogada, Universidad Nacional de Lomas de Zamora, extensión Goya, provincia de Corrientes. Diplomada en Dirección del Servicio Nacional de Facilitadores Judiciales de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Lugar: Universidad de la Cuenca del Plata, Goya, provincia de Corrientes. Posgrado de especialización en Derecho Administrativo, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y Políticas de la UNNE. Carrera de especialización en Teoría y Técnica del Proceso Judicial, Colegio de Abogados, Goya, provincia de Corrientes (en curso).