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Autor: López Mesa, Marcelo J.
Fecha: 03-08-2023
Colección: Doctrina
Cita: MJ-DOC-17318-AR||MJD17318
Voces: DOCENTES – UNIVERSIDADES – EDUCACIÓN – DERECHO
Sumario:
I. Proemio. II. Docentes tradicionales y «docentes conductores». III. El «docente conductor» y el profesor de derecho. IV. Perfil del profesor de derecho de hoy. V. ¿Qué necesitan hoy los alumnos que sus profesores les enseñen? VI. Colofón.
Doctrina:
Por Marcelo J. López Mesa (*)
Dedicado a la Dra. María Teresa López, mi primera maestra quien, sin estridencias y con afecto, me enseñó muchas ideas valiosas sobre el derecho y la docencia.
I. PROEMIO
Es la primera vez que escribo sobre educación universitaria en el campo del derecho. No lo hice antes, posiblemente, porque al no haber cursado materias de pedagogía y didáctica en una Facultad de Humanidades, donde esas temáticas se enseñan con metodología y profundidad, inconscientemente dejaba el tema para que se ocupen de él los que conocían de pedagogía más que yo.
La observación de la realidad me hizo dejar de lado este prejuicio y expresarme sobre el particular; para empezar, si algo me ha hecho advertir mi experiencia de vida y diversos episodios que la han jalonado, es que lo más valioso que uno puede transmitir a sus alumnos o lectores, es la experiencia, las propias comprobaciones, aquello que no estaba escrito en ninguna parte.
Si el docente va a repetir lo que escribió otro, mejor no perder tiempo y leer detenidamente al que pensó y redactó esas ideas originalmente. Y, desafortunadamente, muchos de los que hoy enseñan derecho hablan por boca de otro; es decir, repiten textos ajenos, en muchos casos, sin siquiera decir que no son ideas suyas.
Por ende, tal vez eso que no estaba escrito en ninguna parte hasta hoy, sea lo más valioso de este pequeño aporte.
Además, no he soslayado la seriedad y tino de una frase de Guillermo Jaim Etcheverry -posiblemente la persona que más sabe de educación en nuestro país (1)- cuando dijo hace décadas que nuestras Facultades eran «legiones de autodidactas».
Enormes diferencias nos separan educativamente de las mejores universidades del mundo, como las Escuelas de Derecho de Harvard, Yale, Princeton, Columbia o, incluso, otras como la Universidad Complutense de Madrid o París II, al menos en cuanto al derecho toca.Las más evidentes son la calidad de su claustro docente, la superioridad de su derecho vigente y bibliografía escrita en derredor y la seriedad con que se imparte conocimiento y se comprueba su aprehensión.
He sido Evaluador de carreras de grado y postgrado de la CONEAU varios años y tengo clara conciencia de lo que estoy afirmando. Lo he visto con claridad en los hechos concretos, y no presto atención a las declamaciones estériles.
Porque hay algo claro, quien diga que nuestras Facultades de Derecho son todavía de avanzada o es un cándido o, peor aún, es un fabricante de mentiras. Basta hablar cinco minutos con noveles profesionales, que se han graduado en los últimos años, o tomar algún concurso en el Poder Judicial, para darse cuenta del real estado de las cosas en nuestro país y en nuestro derecho. Y hemos hecho ambas cosas.
Cada vez más, nuestras facultades de derecho se han transformado en legiones de autodidactas. La pandemia ha contribuido mucho a ello; pero el proceso degradante venía de antes.
Algunas de nuestras Facultades todavía tienen grandes juristas en sus claustros docentes; son pocas y son pocos, pero aún los hay. El problema allí radica en que como suele haber en ellas más de una cátedra, numerosos alumnos ejecutan una suerte de slalom, eligiendo las cátedras menos exigentes o en las que el titular deja hacer a sus adjuntos lo que quieran, incluso empatizar al exceso con el alumnado.
Y, además de todo ello, pronto van a cumplirse cuarenta años desde que estoy ligado a una cátedra universitaria en el mundo del derecho (2) y, durante todo ese peregrinar por diversas cátedras, tres o cuatro provincias, más lo mucho que he visto con los innumerables viajes que hice para dictar clases o conferencias, por invitaciones que me hicieran en el país y en extranjero, creo al presente tener varias cosas para decir que, quizás puedan resultar de interés a algunos.Descripta la situación de base, cabe indicar que la inquietud por escribir este artículo la disparó una breve nota de opinión, sin pies de página, publicada bajo el título de «¿Qué Necesitan o esperan los alumnos de los docentes? Experiencias en el aula» (3).
Coincido solo en parte con lo escrito por él. Me parece valiosa una frase inicial de esa contribución que dice: «sobre la base de la experiencia al frente de innumerables horas de clase, siempre me ha inquietado la idea de que esperan los alumnos de sus docentes, y como debería adaptarse el perfil de éste a los tiempos actuales, tratando de realizar una mínima investigación, un aporte, y porque no una autocrítica». Parece un buen punto de partida.
Seguidamente señala que «El docente tiene la obligación de dar respuestas que tenga relación con la actualidad educativa, sin dejar de mirar la realidad de la época que le toca vivir. Como ser humano formado en las aulas universitarias, y haciendo uso de las experiencias recogidas en su vida profesional, debe aportar propuestas y reflexiones para marcar el rumbo a efectos de mejorar la enseñanza y dejar huellas en aquellos con los que les toca interactuar en las aulas». También comparto esa tesitura.
Creo que es lo más interesante del trabajo, que luego se pierde en una serie de abstracciones, como la diferenciación de dos perfiles de docentes, el docente tradicional y el docente conductor y, seguidamente, vuelca una serie de ideas sobre el manejo de grupos, etc., varias de las cuales me parecen erradas o, al menos, inaplicables a la cátedra jurídica, que tiene especificidades que otras no poseen.
II. DOCENTES TRADICIONALES Y «DOCENTES CONDUCTORES»
En el opúsculo que citamos supra se enlistan una serie de características que supuestamente connotan a la docencia, según su punto de vista. Ellas son:
«Docente Tradicional:
1. Tendencia Autocrática
2. Omnisapiencia -da por hecho que lo sabe todo-
3. Omnipotencia -posee la autoridad sobre el alumno-
4. Se hace escuchar
5.Aplica protocolos o reglamentos establecidos de ante mano (sic)
6. Trabaja con individuos
7. Sanciona, intimida.
Docente Conductor:
1. Tendencia Democrática
2. Promueve el saber, enseña a aprender
3. Crea la responsabilidad en el alumno
4. Escucha, participa, hace hablar
5. Utiliza técnicas de grupo
6. Trabaja con el grupo
7. Estimula, orienta, tranquiliza» (4).
III. EL «DOCENTE CONDUCTOR» Y EL PROFESOR DE DERECHO
No voy a entrar en laberintos conceptuales, pero sí voy a hacer algunas aclaraciones respecto de estos dos listados.
En primer lugar, que esas características de trazo grueso me parece que llevan aparejado, desde el comienzo, un claro sesgo o prejuicio en contra de la enseñanza tradicional y asumen como ciertas, cosas que bien pueden no serlo. Me explicaré.
Primeramente, he de decir que no me parece tan grave que, quien enseñe, lo haga según parámetros clásicos, mientras conozca a cabalidad la temática que expone, dicte conocimientos actualizados y sepa transmitirlos.
Personalmente he tenido profesores que nunca estudiaron didáctica, ni pedagogía, ni sabían lo que era un «docente conductor» y que eran excepcionales transmitiendo sus ideas y pensamientos. En ese plano, además de María Teresa López, sobresalen, con absoluta claridad, dos de los profesores que tuve: Isidoro Goldenberg y Juan Carlos Rezzónico.
Goldenberg enseñaba un derecho civil clásico, pero a la vez innovador, actualizado, plagado de sutilezas, de una finura pocas veces vista en las aulas, desde 1983 para acá; pero se le entendía a la perfección, porque buscaba hacerse entender, para lo cual mechaba chistes en sus clases y daba muchos ejemplos.
Ello producía que, esperando las bromas, los alumnos no se distrajeran un segundo y, broma va broma viene, las clases fueran muy productivas, además de profundas. Claro que nunca le escuché un chiste fuera de lugar, una grosería o una provocación al maestro Goldenberg. Sus chistes demostraban que el humor genuino requiere una gran inteligencia; sin ella se cae fácilmente en la procacidad o en la chabacanería.De él aprendí a dar clase, mechando chistes; claro que en los tiempos que corren hay que tener cuidado con ellos, porque los «políticamente correctos» y la «policía del pensamiento» que tienen hordas de seguidores -muchas veces embozados- en estos días, pueden cobrarle a uno muy cara una ironía o un chascarrillo.
Rezzónico era algo extraordinario, incluso superior a Isidoro, pese a no ser tan conocido fuera de La Plata: el jurista más fino, más actualizado, más profundo, que me dio clase en la UNLP. Un genio, un hombre cultísimo, que me cambió la carrera para siempre, a base de una gran exigencia; un rigor bastante mayor hacia mí, que respecto de mis compañeros de postgrado. Un día le pregunté el porqué de la diferencia de trato y me dijo que era porque mi carrera podía salvarla aún y quería asegurarse de ello.
Juan Carlos Rezzónico daba clase a un nivel europeo; nos enseñaba el derecho francés o alemán de ayer a la tarde. Traducía de varios idiomas (italiano, alemán, francés, portugués, latín, etc.). De su boca y de su pluma, conocí a juristas extraordinarios, que luego frecuenté con asiduidad, como Gino Gorla, Pietro Rescigno, Philippe le Tourneau, Jean Carbonnier, Federico de Castro, etc.
Rezzónico nos retaba permanentemente a cuestionar, a debatir, a no aceptar postulados indemostrables, lo que hemos hecho desde entonces hasta hoy. Un visionario, pero desde un púlpito tradicional del derecho, lo que demuestra que esa visión no es necesariamente inconveniente.
Ojalá hoy hubiera en nuestras aulas -aunque más no fuera dos profesores como Goldenberg y Rezzónico-; desafortunadamente no los hay, ni nada que se les parezca.
En Europa también tuve maestros de sesgo tradicional. Cómo olvidar a Don Mariano Alonso, en Salamanca o a Philippe le Tourneau, en Francia.Hombres ambos de ideas férreas, firmes, sin dobleces, que enseñaban doctrinas profundas, complejas, solo comprensibles para personas que poseyeran una educación superior, una formación completa como base; ninguno de ambos daba margen para errores ni tonterías e incluso cultiv aban una lejanía respetuosa con los alumnos.
Con el tiempo el maestro le Tourneau me distinguió con su amistad y hasta colaboré con él en algunos libros (5). Pero siempre supe perfectamente cuál era mi lugar y cuál el suyo y nunca olvidé lo mucho que le debía.
Todo ello nos lleva a pensar que un profesor de sesgo tradicional no es de plano un mal profesor; solo que los alumnos de estas latitudes no lo saben, porque posiblemente nunca han conocido uno; al menos no uno, que en verdad lo sea.
Para ser un profesor tradicional se requiere saber mucho de la propia disciplina, actualizar permanentemente su conocimiento y ser consciente de que, aun así, es mucho también lo que se ignora de ella.
Es más, una persona inteligente se da cuenta rápidamente cuando asiste a la Feria del Libro o busca en internet, que es imposible hoy leer todo lo que se publica y, menos aún, saberlo todo de una materia. El conocimiento disponible crece exponencialmente hoy día y nadie puede estar al corriente de todo lo que se publica o escribe en las redes sociales o las revistas.
Ese prodigio de la expansión de los datos disponibles y la facilidad de acceso a ello, impensable cuando estudié en la década de 1980, tiene una contrapartida nefasta: no todo lo publicado es cierto y no mucho tiene buen nivel académico. Hoy se publica más que entonces, pero el nivel de la mayoría de esa burbuja de datos ha caído en picada. En otras palabras, lo que sobra de información, falta en análisis de la misma y en profundidad.Ello hace que, salvo que sea un necio, uno deba asumir que no solo no sabe todo, sino que sería imposible ello, por lo que lo más importante es el análisis de la información, antes que un enciclopedismo vano; además de ello, ideas que hoy se consideran certeras, puedan mañana ser puestas en cuestión, merced a una nueva reflexión o una nueva lectura al respecto.
Por eso es importante que el docente siga leyendo, continúe estudiando siempre, sobre todo accediendo a materiales de jerarquía, normalmente internacionales, para mantener al día su bagaje científico y permitirse reflexiones que cuestionen lo que daba por seguro. Sin duda y sin reflexión permanente, no hay buenos docentes; solo repetidores de ideas ajenas, que es lo que hay a la mano en abundancia en estos días.
En cuanto al formato de las clases magistrales que varios objetan como pasadas de moda, el problema no radica en ellas, sino la ausencia de maestros del derecho que las dicten. Sin duda que si alguien tiene la suerte de tener a un maestro -uno en serio, no a esos que les llaman así los adjetivadores seriales, que quieren obtener algo de ellos- bien haría en escucharlo atentamente, incluso en grabarlo, para escuchar varias veces su clase, sin interrumpirlo.
El formato de las cátedras clásicas en las que el titular daba los temas más complejos en clase magistral a todas las comisiones reunidas y los adjuntos, enseñaban cada uno a los alumnos de su comisión el resto del programa, ha sido dejado de lado, no porque sea malo, sino porque no hay ya maestros y los pocos que quedan están muy grandes de edad, no dan clase o no han actualizado sus conocimientos, para adaptarse al Código Civil y Comercial.
Además, desde la pandemia, parte -o todas, en algunos casos- de las clases se dan virtualmente, lo que quita su natural vigor y todo su encanto a la clase magistral.Incluso hay algunas universidades que dictan todos sus contenidos virtualmente y hasta toman los exámenes de ese modo, lo que llena la mente de preguntas sobre el real nivel con que egresan sus alumnos.
A través de un vidrio habla cualquiera, incluso desde el desconocimiento más evidente, como se puede comprobar escuchando videos que quedan grabados y subidos a internet y que, en algunos casos, más parecen pasos de comedia que lecciones universitarias o de postgrado. Y, del otro lado de la pantalla, muchos escuchan la clase apagando la cámara, lo que hace imposible de verificar si están escuchando atentamente la clase o si dedican su tiempo a otros menesteres.
En las clases magistrales, los profesores titulares daban los contenidos más complejos de la materia y solían hacerlo a un nivel alto; era como participar de una misa, uno escuchaba en silencio, porque no quería perderse nada, anotaba mucho. La sensación era que lo que no entendiera o pasara por alto allí no volvería a oírlo o leerlo nunca. Claro que ese tipo de clase no pueden darla los repetidores: esos que dan siempre la misma clase, generalmente recordando de memoria algún texto, ni siquiera propio, sino ajeno. Dijo Fulano, dijo Mengano… Y las ideas propias ¿para cuándo?
Esos repetidores en otro tiempo no eran nunca profesores titulares, porque para serlo era imprescindible tener ideas originales, singulares, algún libro publicado o, por lo menos, varios artículos en revistas serias; pero hoy, sí hay muchos que son titulares de cátedra, sin tener nada de todo eso, mucho menos libros publicados o el doctorado cursado y la tesis aprobada.
Una clase magistral es un soliloquio. Es un expositor solvente que está pasando sus conocimientos más eminentes, la experiencia de toda una vida, sus comprobaciones empíricas, incluso sus secretillos del arte, a nuevas generaciones. Es un acto de generosidad inmensa; por eso, quienes cuestionan las clases magistrales normalmente es porque sus debilidades les impiden entenderlas.
Pero uno que tuvo la suerte de escuchar grandes soliloquios de maestros como Guillermo Ouviña y Jorge H.Alterini, etc. que le hicieron ver ideas jurídicas o conocer datos, que nunca hubiera encontrado por sí solo, no puede sino añorarlas. Ellos daban clase de pie, caminando por el aula, gesticulando, moviendo las manos, dando énfasis en el momento oportuno a una frase.
Seguían un hilo invisible en sus alocuciones, y uno veía que estaban haciendo un gran esfuerzo por dar una clase inolvidable, en vez de ir a conversar amablemente. De ellos aprendí a dar clase caminando por el aula, porque excitar varios sentidos del alumno, con la palabra, el gesto y el movimiento, implica que éste aprehenda conocimiento en mayor medida, además de que está más atento, por si uno al paso llega a señalarlo y preguntarle algo.
Todo lo dicho vuelve claro que sería inmejorable esa ecuación, solo que la realidad ha variado tanto que hoy, salvo contadas excepciones, es inaplicable ese formato.
Por ende, consideramos que las tres primeras características que predica el autor citado de la docencia tradicional: Tendencia Autocrática, Omnisapiencia y Omnipotencia, en realidad son deformaciones o defectos de la enseñanza, en vez de caracteres de la educación tradicional. Nos parece que ese autor ha copiado ideas ajenas y no ha reflexionado a partir de ellas lo suficiente,
En cambio, sí creemos que el profesor debe hacerse escuchar y aplicar protocolos o reglamentos establecidos de antemano e incluso, en ocasiones que así lo ameriten, sancionar al alumno (caracteres 4, 5 y 7).
Un profesor que no se hace escuchar es un timorato, una persona carente de compromiso o un sujeto falto de carácter, que permite que los alumnos se le impongan o le manejen la clase. O uno que permite verdaderos concursos de adivinación, o pujas a ver quién dice la tontería más ingeniosa, sin conocer nada del tema del que se debate, como suelen hacer los docentes «muchachistas» o tribuneros, que sustituyen su falta de preparación buscando congeniar con sus estudiantes o pasar por «buena onda», en vez de enseñar derecho correctamente.Hemos tenido ocasión de presenciar cómo funciona «el método de casos», en EEUU, y nada tiene que ver con lo que aquí se hace bajo ese nombre. Tal método, para dar buenos frutos requiere que los alumnos se comprometan y estudien profundamente -antes de la clase- el caso que van a analizar ese día, para ir munidos de datos concretos, que les permitan contestar a las preguntas del profesor con acierto. Y se fomenta la intervención responsable de los alumnos en un verdadero debate. Sin estos presupuestos, ese método degenera en ejercicios de adivinación o en concursos de ocurrencias, que nada tienen que ver con él.
Y en cuanto a aplicar reglamentos o sanciones, mientras no sea con excesivo rigor formal o plasmando ritualismos vanos o injusticias, no me parece mal. Sin orden, no hay ni educación, ni nada.
Hemos llegado al punto en que el desorden, el caos, que nos rodea es tal, que hay padres o familiares o los propios alumnos que en algunas escuelas han golpeado maestros primarios o profesores secundarios, sin que se tome medida alguna coercitiva sobre ellos. Eso no solo no está bien, sino que resulta alarmante. Felizmente, no ha pasado aun en la Universidad, al menos que sepamos.
Las sanciones están para evitar desmanes; para que no todo dé lo mismo. Un acto violento como golpear a un profesor o amenazarlo, debe conllevar una sanción ejemplar, como la expulsión del alumno; un sujeto así no debe interactuar con quienes quieran estudiar en serio allí.
Por último, que el profesor trabaje con individuos (carácter nro. 6) no está nada mal. En un país y un tiempo en que se adoctrina a la población, se fomenta la ausencia de pensamiento crítico o distinto del admitido desde el poder o las modas, un profesor que interactúe con sus mejores alumnos, que fomente las capacidades de los más inteligentes, nivelando hacia arriba, no es cuestionable, sino todo lo contrario.Por otra parte, no debe olvidarse que estamos hablando de docencia en el campo del Derecho, que no es una rama como otras. En esta área del conocimiento resulta esencial promover en los alumnos de hoy, al litigante de mañana o al juez de dentro de quince años. Por eso, infundir capacidad de análisis independiente de los temas, profundidad de evaluación de situaciones, inconformismo ante las dificultades, la imaginación para vencer obstáculos, etc., es esencial.
Un litigante avezado no surge normalmente de un alumno conformista, que no discute con nadie, que se amolda o aco moda mansamente a lo que le digan, que da por buena cualquier afirmación, por peregrina o extravagante que ella sea.
Un buen abogado litigante debe tener mentalidad de francotirador; es un hombre solitario que tiene la mente entrenada para encontrar la debilidad de la parte contraria, de modo que, en una ocasión irrepetible, que no se puede dejar pasar, efectúa un único intento de batirla, para vencerla definitivamente en el litigio, que es una suerte de combate.
En esa magnífica cátedra de Derecho Procesal que tuvimos en La Plata, se nos enseñó todo ello. No formaban conciliadores, sino aguerridos litigantes; y nos daban buena práctica. Muchos terminamos meritorios en juzgados, donde aprendimos la trama y el revés del proceso, todo lo que luego aplicamos en nuestra carrera.
La práctica es esencial para aprender derecho; una nube de teorías, que no se enseña al alumno a bajar al plano de los hechos, no sirve para nada, embota su criterio y, en ocasiones, hasta ahoga su sentido común. Es al revés, debe enseñarse la teoría imprescindible para una buena práctica y, enfocarse decididamente en ésta. La universidad no puede ocupar la mente del alumno cinco años en abstracciones inasibles y luego largarlo a la profesión sin la mínima idea de cómo aplicar lo que aprendió en ella.
Pero hay algo que es evidente:un profesor no puede obligar a los alumnos a aprender, si no quieren, ni debe bajar hasta el nivel del peor alumno de la clase, para pasar por progresista. Justamente por eso la universidad debe asegurar un piso de conocimiento, para que no se gradúen ignorantes del derecho con título de abogado, lo que configura un peligro futuro para sus clientes y la sociedad toda.
Fomentar las inquietudes de los mejores alumnos, cultivar el individualismo de ellos, exigirlos como francotiradores del litigio, no solo no es cuestionable, sino que es lo que hicieron con nosotros quienes nos formaron en serio.
No se puede enseñar derecho, apelando al consenso, porque solo en las conciliaciones y transacciones se puede acordar y, por alguna característica acendrada de nuestro pueblo, los métodos alternativos de resolución de conflictos siguen siendo marginales y el litigio es lo que prevalece aún hoy. Por ello, en la facultad deben formarse pragmáticos, que no sucumban en el litigio.
Me precio de haber tenido en estos casi cuarenta años varios brillantes alumnos y alumnas a quienes, como hicieron mis maestros conmigo, he ayudado a romper el cascarón, para abrirse a un mundo de posibilidades.
Y he tenido otros muchos que esforzadamente han logrado aprobar la materia, superando un umbral establecido como innegociable. No regalo notas, pero tampoco elevo tanto la exigencia como para que no apruebe nadie, lo cual tampoco estaría bien. Un profesor no puede desvincularse de la realidad que lo circunda; si ninguno aprueba, la responsabilidad es del profesor: o no enseñó bien lo que debía o exige demasiado a un alumnado que idealiza y que no puede llegar hasta esas alturas.
Creo que es sencillo lograr el balance, el equilibrio: tomo en examen los contenidos que dicté en clase. Me fascina cada vez más dar clase, participar de esa suerte de misa laica, donde uno siembra semillas de futuro, en un presente difícil.El derecho me lo ha dado todo; me ha brindado la libertad y seguridad necesarias para pensar por mí mismo y no depender de nadie; ha sido mi esperanza, en tiempos de carencias; mi refugio, en épocas de angustia y cavilaciones; mi amigo y compañero, siempre. Y mi salvavidas, cada vez que debí dejar un trabajo estable con un buen sueldo, por circunstancias diversas, normalmente, por no estar conforme con mi situación allí o por no sentirme útil.
Quienes hemos sido «hijos de la educación», como decía Sarmiento, sabemos que en nuestra disciplina la única oportunidad de movilidad social ascendente que tienen los que carecen de apellidos ilustres o familiares bien vinculados, es saber más y mejor derecho que el resto.
En especial en estos días, con un código que recién ahora está por contar con una primera exégesis, la que hicimos en nuestra obra más importante (6), es fundamental conocer el derecho vigente a fondo.
Y decía que para mí es fácil, establecer el nivel de exigencia, porque cuando uno pregunta en el examen lo que dio en clase, no hay margen de error. Los que contestan sin pensar o demuestran que su mente estaba a kilómetros del aula en la clase, no deben aprobar. Es sencillo, la sociedad no tiene la culpa: si permitimos que miles de malos abogados se gradúen, la cuenta antes o después, le va a llegar a sus clientes y, al final, a toda la sociedad, y ello debe evitarse.
Dicho todo ello, debo decir que -al menos en Derecho- no comparto la propia idea del «Docente Conductor». Me parece de una levedad extrema y el conjunto de características que se le asignan es una suma de clichés.
En cuanto a la tendencia Democrática, la ciencia no es democrática, ni puede serlo. Galileo acertó solo con sus teorías, mientras miles se han equivocado rodeados por multitudes. En ciencia, el consenso de la mayoría no puede reemplazar a la Verdad, a la Lógica, ni a los principios científicos.La Ciencia, para ser tal debe ser objetiva y verificable. Si no, solo es opinión, no ciencia.
Einstein en 1905 -el llamado «año milagroso»- revolucionó la física al cuestionar, en tres artículos extraordinarios, varias de las leyes e ideas consideradas inmutables y demostrar argumentalmente y en base a principios, que tenía razón. Algunas leyes de la Física cambiaron para siempre; y al presente se ha demostrado incluso que algunas de sus ideas, también, debieron ser dejadas de lado andando el tiempo. Pero eso no es por la democracia, ni por el consenso, sino por la investigación y la demostración científica.
La ciencia se basa en dos grandes procederes: explicación o demostración y predicción (7). Predicción porque muchas veces se sabe que alguna pieza falta en un rompecabezas científico, pero aún no se ha descubierto o demostrado (8). El mejor ejemplo es el planeta Plutón, que antes de su descubrimiento astrofísico, había sido postulado por algunos matemáticos, que habían calculado que para el equilibrio de nuestro sistema solar faltaba un planeta, de una masa y ubicación similar al luego descubierto y llamado Plutón.
Pero, en lo que venimos desarrollando resulta relevante el otro método de la ciencia, la demostración. Por más consenso que haya, si no existe demostración, objetividad y verificabilidad, no hay conocimiento científico, pese a que miles sostengan enfáticamente lo contrario.
Es lo que ha acontecido desde la sanción del Código Civil y Comercial con algunas ideas jurídicas; algunas personalidades estrafalarias han pretendido voltear todos los dogmas de la ciencia jurídica y reemplazarlos por opiniones o incluso intuiciones suyas, muy peculiares e indemostrables, en su mayoría. El resultado es simple: la opinión, por enfática que sea, no sustituye a la ciencia verdadera:andando el tiempo se descubre la exageración o la farsa.
En cuanto a la segunda característica postulada en el listado del «docente conductor», la de promover el saber y enseñar a aprender, creemos que el docente de derecho debe ocuparse de la primera. Por supuesto que todo docente debe promover el saber; para ello debe fomentar la inquietud, acicatear la duda del alumno, hacerle realizar tareas de campo, como concurrir a ciertas entidades a conseguir normativa o materiales específicos (como ir a la CONEA a indagar el régimen legal y la realidad actual de la energía atómica, en vez de conjeturar falsos cataclismos). Formularles preguntas a los alumnos en clase, no implica intimidarlos, sino acicatearlos; en suma, sacar al alumno de la comodidad de ser un mero espectador de su formación, para convertirse en artífice de ella.
Pero hasta allí llega la cuestión, porque enseñar a aprender, puede implicar muchas cosas. El docente universitario no está para enseñar a los alumnos a leer de corrido o a comprender textos. Sujetos que no pueden comprender el sentido de un párrafo no deben estar en la universidad, ni muchísimo menos, graduarse en ella.
En cuanto a escuchar a los alumnos, hacerlos participar y hacerlos hablar, ello depende, de la calidad de alumnos que uno tenga en cada curso y de las ganas que tengan ellos de aprender. Porque muchas veces alumnos que dicen querer participar, solo quieren distraer al profesor del tema que está desarrollando, hacerle perder el tiempo y enredarlo en cuestiones sin la menor importancia.
Claro que también está el otro extremo del péndulo: profesores que dejan correr el tiempo de clase contando anécdotas de sus viajes o de supuestas contribuciones a congresos, que últimamente suelen degenerar en sociedades de halagos mutuos.
El docente debe enseñar derecho con seriedad siempre, cualesquiera sean las características del grupo que le tocó ese año.Los caracteres 5 y 6, respecto del trabajo de grupos, parecieran más propios de otras ciencias que de una individualista como es el derecho, donde una parte gana y otra pierde el pleito. Y hay que preparar a los alumnos para asumir esa situación.
Para ello los docentes deben transmitir al alumnado sus experiencias profesionales, pero cuidando de no generar un falso triunfalismo, contando solo los éxitos, como hacen muchos. Quienes hemos litigado bastante y en asuntos importantes, sabemos que en tribunales se gana y se pierde; incluso por motivos alejados de la razón que la parte tenga o el trabajo de su abogado. Así que un buen docente debe enseñar a sus alumnos a esforzarse por ganar el pleito; pero también a perder con dignidad, cuando les toque.
Uno puede trabajar ejercicios de conciliación, mostrando que en ocasiones puede ser más productivo acordar que litigar. Pero hasta allí llega el tema y no debe descuidarse la formación del litigante.
La abogacía es, fue y seguirá siendo por bastante tiempo, una práctica individualista, destinada a dar a un cliente el mejor asesoramiento posible, en sus condiciones y con las posibilidades que cuenta. Es una labor no solo individualista, sino competitiva al extremo; y edulcorarla en el aula no va a hacer que esa realidad desaparezca, ni cambie.
Por último, el carácter 7, consistente en que el docente debe estimular, orientar y tranquilizar al alumno, consideramos que los dos primeros, obviamente si proceden, mientras el tercero no.
La tranquilidad en Derecho es causa de abulia, de conformismo, incluso germen de negligencias. No conviene fomentar la tranquilidad de los alumnos, más bien lo contrario, fomentar la inquietud, mostrarles el mundo como es, pero darles herramientas para afrontarlo.
Uno debe orientar y estimular a los alumnos, pero con la verdad por delante, para que sean lo mejor que puedan llegar a ser, en sus condiciones. Un profesor demagogo, en el fondo, es un mentiroso y un mal docente.Por caso, hay que hacerles ver a los jóvenes que el sacrificio, el esfuerzo, el estudio denodado y, su producto, el conocimiento del derecho, constituyen una parte importante del camino hacia el éxito, pero desafortunadamente no ocupan toda la senda. Ojalá así fuera, pero no lo es. En un país como este, muchas veces las relaciones y los compromisos de amistad o de facción pesan más que el conocimiento en un juicio o en un concurso; es una verdad a gritos y no debe silenciarse.
Cuando se afirma que el docente debe ser cordial y comprensivo, parece no entenderse que el día que él se gradúe, va a interactuar con colegas y jueces que no van a ser, la mayor parte de las veces, ni cordiales ni comprensivos. Por ende, al mal trago darle prisa.
Mejor que el alumno se acostumbre desde el aula a que un abogado -o aspirante a serlo- no puede cometer ciertos errores o tomarse determinadas licencias. No debe permitirse que existan aficionados con título de abogado.
La abogacía es una profesión y una difícil; la judicatura o la fiscalía, lo mismo. No hay allí espacio para blandos, para mal formados o para diletantes; y las negligencias o torpezas cuestan caras. Cuanto antes entienda ello el alumno, mejor para él y para la sociedad.
El buen ambiente del curso es importante, porque no deben permitirse descalificaciones, malos tratos ente alumnos, ni entre profesores y alumnos. Pero si un profesor debe reprender a un maleducado que pretende sabotear las clases con ocurrencias o hacerse ver con interrupciones capciosas, sin sentido alguno, ello no es alterar el buen clima del curso, sino mantener una básica disciplina, indispensable para el correcto desarrollo de una clase.
Además, es patente que a la universidad los alumnos deben llegar con ciertas cosas ya aprendidas: a leer correctamente, a comprender textos, a hablar con alguna fluidez, a expresarse con corrección y a mantener ciertas reglas de disciplina y algunas formalidades mínimas.Si alguien no llega a ese mínimo umbral, no debe permitirse que continúe en la universidad; en la Facultad de Derecho al menos no.
Un profesor de Derecho Civil. Parte General o de Obligaciones, no tiene por qué enseñar a sus alumnos a leer, pero sí a interpretar el sentido de los textos que esgrime en el aula.
Avanzando un paso y pasando a otro tema, obviamente que un docente amable, e incluso cordial, es mejor que uno adusto o antipático; pero la cordialidad no debe degenerar en una mal entendida amistad, como algunos profesores que luego de clase van a bares o confiterías con algunos de sus alumnos. Ese tipo de cercanía suele traer inconvenientes o compromisos, que más temprano que tarde, provocan dificultades.
Una cosa es que luego de cerrar la cursada, con las notas ya puestas y a modo de despedida, se acepte una invitación grupal a cenar y otra, muy distinta, es que los encuentros sean en solitario o en pequeños grupos y durante la cursada. Lleva a malos entendidos esto último, en el mejor de los casos.
Y no debe permitirse que en los exámenes los alumnos se copien. Porque ello fomenta la vagancia y la abulia, lo que vacía de sentido al proceso de enseñanza.
En una educación que se precie de ser seria, el examen es parte del proceso educativo. Sobremanera en una Facultad de Derecho, en la que el alumno debe aprender a administrar el tiempo, lo que es crucial para lidiar con los plazos perentorios, cuando se reciba: una respuesta muy elaborada o perfecta, no sirve si se la presenta vencido el plazo respectivo o no se la esgrime en la audiencia, que se está llevando a cabo. A veces lo mejor es enemigo de lo bueno.
Aprender a pensar bajo presión es una habilidad que un buen abogado debe necesariamente poseer.El argumento que no se vio en el momento oportuno y no se usó en juicio no sirve; por eso, el poder real de un abogado litigante radica en manejar su conocimiento a designio, de manera de hallar buenos argumentos cuando se los necesita. En ese momento, no después. Y el examen entrena en ese trayecto hacia el litigio.
Además de que sirve para aprender, como una clase o más, por la adrenalina que genera, la comprobación del nivel de conocimiento adquirido por el alumno es la meta de todo examen. No martirizar al alumno, pero sí advertir cuánto provecho ha sacado del curso y si puede pensar bajo presión.
Los profesores no deben regalar notas, pero tampoco elevar tanto la exigencia que nadie supere el examen. Como dijera el Tribunal Supremo español en una sentencia célebre: «cum grano salis» (como los granos de sal) debe administrar el profesor la exigencia a sus alumnos. Ni tanta, ni tan poca.
Por otra parte, si un alumno no se siente capacitado mental o emocionalmente para rendir un examen, ¿cómo va a ejercer una profesión desafiante, competitiva, que requiere de mentalidades fuertes, como la Abogacía? Es como si un tenista no puede jugar un partido con público, porque se desmorona. Desafortunadamente en los torneos siempre hay público, por lo que un sujeto así no puede ser más que un tenista aficionado, de fin de semana en un club de barrio o un country.
El problema es que no cabe admitir abogados aficionados; porque ellos implican un peligro para sus clientes y la sociedad en general.
Capaz incluso que es mejor que un alumno que tiene ese tipo de limitaciones emocionales o intelectuales, lo advierta a tiempo, sea para sobrellevarlas, superarlas o para buscar otro destino y no perder tiempo él, ni dinero sus padres.
Creemos haber demostrado con lo dicho que el problema no está en la docencia tradicional, sino en la calidad y actitudes de los educadores, que distan de ser las que eran cuando nos formamos.
IV.PERFIL DEL PROFESOR DE DERECHO DE HOY
Enseñar derecho requiere poseer algunas habilidades especiales; la primera es la de ser una persona lógica y tener cierto sentido común. Lógica, para no promover en los alumnos ideas peregrinas ni soluciones ficticias, a partir de razonamientos falaces. Además, como el derecho es lógica y sentido común, vestido de previsibilidad (9), no puede el docente carecer de estos atributos.
Cuando las soluciones propuestas a un problema o intríngulis jurídico aparecen como ilógicas o carentes de sentido común es, sencillamente, porque son incorrectas o se ha hecho una deficiente labor hermenéutica o de integración de textos. El buen derecho no puede edificarse desde una confrontación frontal con la lógica y el sentido común.
Por ende, la contrastación de los resultados efectivos que produce determinada propuesta de solución en los hechos del caso concreto, es un test del acierto o error de la hermenéutica adoptada. Un profesor debe enseñar a sus alumnos a chequear en la realidad los efectos de sus teorías; ello, a fin de aventar ideas artificiosas u ocurrencias, carentes de una mínima apoyatura y de realismo.
Una idea errónea, que suele predicarse entre alumnos, es que el abogado siempre debe decir algo, nunca quedarse callado. De momento que en el proceso lo que se dice prueba en contra, pero nunca a favor, lo que se conoce como principio «in contra se pronuntiatio» (10), es más que cuestionable esta afirmación. Ergo, debe enseñarse a los alumnos a intervenir y manifestarse, cuando lo que vayan a decir sea mejor que el silencio. Expresar desatinos no suele ser buena idea en derecho.
El buen abogado debe ser realista y pragmático; y ese pragmatismo debe enseñarse en las aulas.
El buen derecho es un producto artesanal, decididamente contrario a aplicaciones mecánicas de criterios teóricos o excesivamente abstractos. Cual si formara ebanistas, un buen profesor de derecho debe enseñar a sus alumnos a tallar, a esculpir, soluciones aceptables para problemas jurídicos concretos.Debe entrenarlos en esa técnica, para que si se equivocan lo hagan en clase y no costando una fortuna a sus clientes. En este punto sí es necesario fomentar el debate, pero sobre el final del cursado, luego de haber aprehendido bien la teoría de la materia. Un debate, entre sujetos que carecen de un conocimiento teórico de base, es como un edificio sin cimientos, se derrumba pronto.
Enseñar derecho requiere tener el don de atrapar a los alumnos con el discurso, para lo que es necesario expresarse bien, con claridad; obviamente que también se requiere una actualización permanente de contenidos, pues quien no sigue las evoluciones y cambios del derecho es cada día un poco menos docente. Todo ello conlleva o exige una gran responsabilidad en el educador, una disciplina, además de una acendrada vocación.
El profesor debe enseñar con el ejemplo, ser coherente, no exponer a sus alumnos a arbitrariedades o preferencias, es decir, permitir a unos lo que a otro se niega. No puede aprobarse o desaprobarse a un alumno por trivialidades tales como el club de fútbol del que es hincha o el partido político al que pertenece. La vara debe estar a la misma altura para todos.
En cuanto a qué clase de conocimiento debe impartir: debe enseñar cómo pensar a sus alumnos, no qué pensar. Mientras piensen racionalmente, así no lleguen a las mismas conclusione s que él, la respuesta debe ser tenida por buena por quien está al frente del aula.
No debe el docente promover una memorización de contenidos, sino la comprensión de los mismos, que permita al alumno explicarlos con sus palabras, siempre con un nivel mínimo de precisión exigida. Lo que se memoriza se olvida muy pronto; en cambio, lo que se comprende, se recuerda siempre.Los alumnos más inteligentes son los que razonan, los que son capaces de ver salidas ingeniosas, donde otros ven obstáculos del tamaño de los Alpes; los que son capaces de usar el derecho como un instrumento, sabiendo que es un objeto punzocortante muy filoso y que debe manejarse con destreza y cuidado, son a los que uno debe apuntar.
Los viejos profesores que exigían recordar artículos del Código de memoria no quedaron en la memoria de nadie, salvo como ejemplo de lo que no debía hacerse. Menos aún en tiempos de internet, donde puede consultarse el texto de la norma en el teléfono en un segundo; entonces, para qué memorizar.
Lo genuinamente importante es entender el contenido de la norma, no repetirla como un loro. Y más importante todavía es entender la interacción de esa norma con otras: si es un principio general o una excepción al mismo, si presenta similar criterio que otras dispersas, si se solapa con alguna, etc. Es decir, comprender cómo funciona esa norma en el mecanismo del ordenamiento. Eso debe enseñar el profesor a los alumnos.
En tiempos en que en internet sobra información, pero lo que falta son buenos análisis de la misma, que el alumno pueda examinar por sí un texto y comprenderlo cabalmente, es lo que verdaderamente debe lograr el docente. Es la meta a alcanzar, aunque no es fácil.
V. ¿QUÉ NECESITAN HOY LOS ALUMNOS QUE SUS PROFESORES LES ENSEÑEN?
Dicho todo ello, ¿qué es lo que un profesor debe enseñarles a sus alumnos? o mejor dicho ¿qué es lo que sus alumnos necesitan que les explique o enseñe el docente?
En primer lugar, ellos necesitan que no se les mienta. Que les digan la verdad, en primer lugar; toda la verdad, no una parte de ella, silenciando la que no le conviene a la posición ideológica del docente. Como dice el slogan de un conocido diario:«la verdad debe contarse entera, siempre».
Por ende, se requiere que el docente no les enseñe a sus alumnos un derecho ideologizado, extremista; también que no les dé una perspectiva sesgada, sino que les enseñe a pensar.
Que les enseñe a elegir las premisas correctas, a partir de las cuales razonar, para llegar a conclusiones correctas, cualesquiera sean ellas.
Si bien es cierto que en toda formulación jurídica hay un mínimo de ideología (11); también lo es, que la ideología no debe prevalecer sobre las ideas o instituciones jurídicas. Sencillamente, porque ellas dejarían de ser tales. La manipulación ideológica desnaturaliza al buen derecho; convierte en sombras a las figuras o institutos jurídicos.
De tal modo, un buen docente debe primordialmente considerar que el derecho es sagrado, que no puede alterarlo o desnaturalizarlo a su designio, para llevarlo al terreno de la política o de la ideología.
He tenido en la Facultad y visto luego de ella varias veces, profesores que de derecho sabían poco y nada, pero que utilizaban el aula para impartir clases de política, en general partidista. La sensación de pérdida de tiempo que sentíamos quienes queríamos estudiar en serio en las clases de esos impostores, solo era emparejada por la triste opinión que teníamos de ellos; y obviamente solo como farsantes o embaucadores profesionales quedaron en nuestro recuerdo. Varios de ellos luego hicieron carrera en la política: es triste, pero muchos políticos utilizan la universidad como trampolín para llegar a un cargo en la política.
Pero es importante que se sepa: un buen profesor es aquél que, años después de haberlo tenido, se lo valora en toda su trascendencia, porque lo que él enseñó nos saca de apuros, nos permite sobrellevar las peripecias y desafíos de la profesión, cuando una frase o enseñanza suya nos viene a la mente, como una idea salvadora, en un momento de zozobra.Muchas veces un profesor exigente no es bien valorado en el momento por sus alumnos; pero años después, los más sensatos de ellos caen en la cuenta de que fue él quien hizo la diferencia. No fue uno más dentro del montón, sino el que en verdad nos formó de un modo indeleble, inmaculado, al punto de recordarlo en momentos de desasosiego y urgencia.
En segundo lugar, el docente debe enseñar a sus alumnos que el derecho no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para la realización de la justicia.
Como brillantemente escribió Manuel Atienza: «El Derecho no es un fin en sí mismo y no tiene carácter natural. Es más bien un instrumento, una invención humana, que deberíamos procurar moldear y utilizar inteligentemente para alcanzar propósitos que van más allá del Derecho: una cierta paz, una cierta igualdad, una cierta libertad. El Derecho no es más -ni menos que una técnica -cada vez más compleja-, pero siempre notablemente deficiente para la resolución -de hecho, no siempre justa de los conflictos sociales» (12).
El derecho es un medio para fines sociales, y no un fin en sí mismo; por ello, como dijo Karl Llewellyn, cada parte del derecho debe ser constantemente examinada por su propósito, y por su efecto, y ser juzgada a la luz de ambos y de la relación entre uno y otro (13).
Ahora bien, que el derecho no sea un fin, sino un medio, no significa que pueda ser desvirtuado a designio, ni deformado al extremo de convertirlo en un muñeco de ventrílocuo o en un espantapájaros.
No llega hasta allí su instrumentalidad y ello debe quedarle claro a los alumnos. Es una cuestión de proporción, de balance: ni se pueden cometer injusticias aberrantes, usando el derecho para justificarlas; ni procede prescindir de él o torcerlo ad gustum, para favorecer intereses espurios o fomentar ideologías.
En tercer término, el docente debe hablar con claridad.Con precisión sí, pero a la vez con la necesaria claridad para hacerse entender correctamente por una inteligencia mediana. No debe hablar solo para un pequeño grupo de elegidos, sino esforzarse para que el promedio de sus alumnos le entienda. Una forma fácil de hacerse entender es poner ejemplos. Cuando uno, luego de determinada teoría, pone un ejemplo de cómo funciona ella, lo más probable es que la mayoría comprenda bien lo que el profesor enseñó.
Los ejemplos concretos y la evaluación de las consecuencias prácticas de determinada teoría, constituyen la cuña de realismo imprescindible dentro del aula.
En cuarto lugar, el docente debe ponderar correctamente el nivel de abstracción que suministra a sus alumnos. Las ideas e instituciones jurídicas más elaboradas son complejas y portan una gran dosis de abstracción; como ejemplos de ello pueden mencionarse a la doctrina de la confianza legítima y a la de la apariencia.
Concreción y abstracción coexisten en el derecho y la enseñanza, como dos polos contrapuestos, ambos necesarios, pero en la enseñanza debe graduarse el componente de cada uno de ellos, de acuerdo al grupo de alumnos al que se dirige la lección.
No vale la pena perder el tiempo en cuestiones tan espinosas, cuando se aprecia que el alumnado, pese a su mejor esfuerzo, habrá de memorizar lo que a su respecto se diga, pero sin entenderlo. En ese caso es preferible dedicarse a poner ejemplos y a hacerse comprender, sin ahondar en profundidades inconvenientes.
En quinto término, el profesor debe impartir clases desde el conocimiento de la temática que aborda; desde la ciencia del derecho, no desde la opinión que él pueda tener.
Los griegos distinguían el saber en dos conceptos diversos: Doxa y Episteme. Episteme era el conocimiento científico, regido por reglas, enmarcado por principios y aquilatado en una lex artis asentada y asumida por la Academia.Doxa era la opinión vulgar, de suyo insegura y asentada en terreno cenagoso, que hoy podía pasar por válida y mañana demostrarse su absoluta insustancialidad (14).
Ergo, un dato no es científico por el hecho de que emane de un profesional en determinada materia, de un profesor de derecho civil cualquiera, por caso. Un dato determinado se transforma en científico cuando va acompañado de la expresión de los principios que han regido su extracción, a partir de hechos comprobados. No hay ciencia sin verificabilidad. Y no hay verificabilidad sin fundamentos suficientes ni expresión de las reglas o normas que validan esa tesitura.
En los últimos años, un derecho de rango científico es algo difícil de ver en nuestras aulas. Desde la sanción del Código Civil y Comercial, aún hasta hoy, hay profesores que siguen enseñando, como núcleo de su clase, los textos del Código de Vélez a ocho (8) años de su derogación y luego brevemente leen el nuevo texto legal, seguido de un análisis bastante escueto de él, además de muy superficial y plagado de convencionalismos.
Y ahora con el tema de la inteligencia artificial el problema ha recrudecido: advierto a los ilusos que creen en esa especie de magia que, en materia de Derecho Civil, ese artilugio no está actualizado y responde las preguntas sobre la base del Código de Vélez, ignorando que el mismo está derogado. Así que mucho cuidado con presentar trabajos escritos con ese mecanismo, pues muy probablemente no aprueben.
Muchos enseñan derecho todavía desde la base de textos legales derogados.Es triste y pocos lo admiten, pero es una realidad indisimulable, tanto como que muchos de los egresados posteriores al 1 de agosto de 2015 no conocen bien, ni el viejo ni el nuevo régimen legal vigente, en el campo de nuestro derecho privado.
Por eso es importante que los docentes a los alumnos les enseñen el derecho vigente, sobre todo las debilidades del ordenamiento imperante, en vez de acallarlas y dejar indefensos a los futuros abogados frente a ellas. Y es fundamental que les acostumbren a pensar no desde el conformismo, sino desde la idea de co ntribución.
Es importante focalizar qué contribución puede hacer cada uno de los operadores jurídicos para que el Código Civil y Comercial un día rija -realmente- en plenitud y no, como todavía lo hace, a medias y plagado de deformaciones y conjeturas.
Otra cosa que verdaderamente requieren los alumnos es que sus profesores den clase, no que cuenten anécdotas ni que pierdan el tiempo confraternizando. Que dicten los contenidos del programa completos o casi completos, al menos.
¿De qué sirve subir a internet un largo programa, con una nutrida bibliografía, como programa oficial de la cátedra, si luego en clase solo se explican cuatro o cinco bolillas de él?
VI. COLOFÓN
Más importante aún que todo lo anterior, de suyo trascendente, es que el alumno necesita que el profesor lo forme, le brinde una estructura de pensamiento, le ordene las ideas, en vez de dejarlo solo en medio de confusiones e incoherencias de autodidacta.
De otro modo, nuestras facultades de derecho van a seguir siendo legiones de autodidactas, que no están seguros de lo que saben, porque no adquirieron ese saber de un modo regular, sino por retazos, leyendo materiales desparejos, inconexos o contradictorios, a veces de fotocopias, que ni saben de qué libro fueros extraídas, ni a qué orientación pertenecen.
Un autodidacta lee lo que llega a sus manos, pero carece de método y estructura.Por ende, no sabe si está leyendo materiales contradictorios entre sí, si sostiene ideas contrapuestas por esas lecturas inorgánicas, si se contradice abiertamente o, incluso, si sostiene verdaderas ocurrencias como si fueran premisas inconmovibles.
Normalmente estos sujetos a los dos minutos de conversación tornan evidente la precariedad de sus conocimientos y su falta de sistemática, así como su incapacidad para escribir textos sin copiar lo sustancial de algún libro. Ese tipo de gente puede ser denominada con acierto «buscadores de párrafos felices», porque todo lo que saben es copiar párrafos ajenos de aquí y de allá y son incapaces de abstraer una idea original de lo que leen. Ese proceder no engendra profesionales solventes.
La guía de un profesor formado es fundamental para que el alumno de hoy puede convertirse mañana en un profesional solvente.
Porque sin duda sería bueno que los jóvenes vuelvan a leer libros, como lo hacíamos nosotros. Claro que no cabe olvidar que la heterogeneidad de las lecturas genera muchas inquietudes, pero no expulsa, no elimina, los vacíos y las contradicciones de una mente que carece de método científico.
Ello es doblemente inquietante en tiempos de cambios tan rápidos y abruptos como los que transitamos, en los que al mutar todo tan rápido, se requiere contar con un juicio propio, para seguir las mudanzas de la realidad y del derecho, respecto del cual ya no se escribe tanto, ni tan bueno, por lo que no todo está escrito, ni descubierto, como muchos facilistas suelen creer.
A ocho años de vigencia del Código Civil y Comercial aún existen centenares de artículos y de temas importantes, que no han sido analizados por ningún jurista de fuste. Es decir que no hay de dónde copiar, como lo había en las últimas décadas del Código de Vélez.
Para tener pensamiento propio, hay que tener capacidad de análisis; y para tener capacidad de análisis, debe contarse con una formación sólida.Si queremos que las personas que pasan por una Facultad salgan formadas, lo primero es asegurarnos de que comprendan las enseñanzas impartidas, vertiéndolas metódica y sistemáticamente.
Cuando uno avanza en el camino del buen derecho y de la lógica, aprende a pensar correctamente; y, entonces, todos los temas, aún aquellos difíciles y complejos, están al alcance de la mano, porque es cuestión de someterlos al método bien aprendido.
Para ello, el profesor tiene que ir de lo general a lo particular, y seguir un hilo discursivo, evitando las digresiones innecesarias, enseñando al alumno a razonar por sí, pero sobre todo enseñándole a dudar de toda idea y a no enamorarse perdidamente de ninguna.
Porque la ciencia enseña, que así como la Lex artis de la medicina no es eterna ni inmutable y va cambiando, conforme avanza esa ciencia (15); la Lex artis del derecho también va dejando atrás ideas, que ayer parecían incuestionables y hoy pueden no serlo.
Lo que ocurre es que es un fenómeno que no se nota tanto como en Medicina, porque el derecho no avanza al ritmo de los descubrimientos médicos, ni de los nuevos artilugios de diagnóstico y tratamiento, que fuerzan a las ideas médicas aceptadas a adaptarse a los cambios con rapidez.
Pero sin duda el derecho avanza y el docente debe seguirlo de cerca, para que sus alumnos no pierdan el tren hacia el futuro.
Una comprobación que hemos hecho con el paso de los años es que, cuando uno comienza a enseñar y durante los primeros años como docente, se enseña más de lo que se sabe; uno repite ideas que escuchó de sus titulares, que leyó sin comprender del todo, a veces sin darse cuenta se contradice. Es parte del aprendizaje; un buen docente novel prepara bien sus clases y hace su mejor esfuerzo para irse superando día a día.A los ocho o diez años que se enseña, si ha hecho bien la tarea, uno explica lo que sabe, ni más ni menos; ya ha dado un paso adelante y tiene ideas propias, algunas publicaciones, conoce perfectamente el programa, ha profundizado con buenas lecturas sus temáticas, etc.
Y desde los veinticinco años de docencia hasta la edad de jubilarse, si el profesor ha tenido una carrera exitosa, ha sido juez o camarista, ha actuado como abogado en asuntos de importancia, ha dictado centenares de clases y conferencias, enseña un pedacito, una pequeña porción, de lo que sabe.
De hecho, un docente maduro y formado, no puede dar dos veces la misma clase sobre un mismo tema, ni queriéndolo. Es que conoce a fondo las figuras e institutos del derecho y, si bien sigue en sus lecciones un esquema general, una clase focaliza un detalle o un segmento de la temática y en la siguiente que da cambia el enfoque y profundiza algún otro aspecto del tópico o trae un nuevo fallo, que desmenuza en su clase.
Lo que no puede permitirse es que estén frente al aula personas que recurrentemente enseñan más de lo que saben. Y con la sanción del Código Civil y Comercial este fenómeno se ha vuelto endémico en nuestro país.
La sensación de precariedad conceptual y de asistematicidad (16), que se observa en el articulado del Código, se ha contagiado a un sector de la jurisprudencia y a buena parte de la doctrina y la cátedra. Urge modificar esta situación.
En suma, creemos que un buen docente hoy día debe hacer por sus alumnos mucho más que repetir cansinamente textos doctrinarios ajenos u ocurrencias propias. Y debe dar previsibilidad al desenvolvimiento de su cátedra, de modo de que nadie sea sorprendido con exigencias desmedidas, antojadizas o carentes de sentido.Claridad, transparencia y ejemplo, constituyen el mejor camino para que un profesor enseñe eficazmente a su alumnado.
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(1) Recomendamos la lectura de su obra más célebre, «La tragedia educativa», Fondo de cultura económica, México- Buenos Aires, etc., Octava reimpresión, setiembre de 2000.
(2) Asumí con 18 años como ayudante de cátedra en la asignatura «Introducción al Derecho», en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata, en la Cátedra I, que por entonces dirigía esa mujer extraordinaria que fue María Teresa López, adjunta en su juventud del maestro Alberto Gaspar Spota, en la cátedra de Contratos; ella luego viró hacia la Filosofía del derecho, exactamente al revés que yo, que empecé gracias a ella en la Filosofía jurídica y luego viré hacia el Derecho Civil. Después de que me ofreciera ser su ayudante, cuando terminaba de rendir la materia, la acompañé cada clase durante un año y cada mesa de examen desde 1985 hasta fines de 1990, primero como su ayudante y luego como su adjunto. Lo que aprendí de ella, inicialmente escuchando y mirándola y luego colaborando cada vez más activamente, me ha acompañado toda la vida. Pero nunca olvidaré lo primero que me enseñó: que no debe dar clase quien no quiere a los alumnos. En un tiempo de feminismo desbordado, salido de cauce, extrañamente, una mujer que tanto dio a la Universidad Nacional de La Plata -y también a la de Lomas de Zamora- durante muchísimos años, no ha sido recordada como debiera. Ello constituye no un olvido, sino una injusticia, que debe remediarse.
(3) Su autor se llama Mario Yañez, de quien ignoro casi todo, pues el artículo publicado por IJ, en la «Revista de Ciencias Empresariales y Gestión Pública», Número 3, de junio de 2023, cita: IJ-MVCDLXXXIII-846, no posee notas y ni siquiera consigna lo básico del currículum de su autor.
(4) Yañez, Mario, op cit, cita:IJ-MVCDLXXXIII-846,
(5) Señaladamente ha sido un gran honor colaborar con el maestro Philippe Le Tourneau en su obra más importante «Droit de la responsabilité et des contrats», publicada por Editorial Dalloz, París, ediciones de 2008, 2010, 2012 y 2014. En esas contribuciones traduje al francés comparaciones entre diversas normas o fallos franceses con sus similares argentinos, con lo que el único derecho del mundo contra el que estaba contrastado el derecho francés era el nuestro. Luego de la vigencia del Código Civil y Comercial no volví a tener tiempo para hacer ese trabajo de comparación y traducción otra vez, con lo que se interrumpió mi aporte a la gran obra del maestro.
(6) Ver López Mesa, Marcelo – Barreira Delfino, E. (Directores), «Código Civil y Comercial de la Nación. Comentado. Anotado. Interacción normativa, jurisprudencia seleccionada. Examen y crítica», Editorial Hammurabi, Buenos Aires, dieciséis tomos, 2019 a 2023.
(7) Ver Schuster, Félix Gustavo, «Explicación y Predicción. La validez del conocimiento en ciencias sociales», Buenos Aires: CLACSO, 2005, 184 páginas.
(8) Ver, a mayor abundamiento, Aramburu, Jorge Sergio, «El problema de l a predicción en las Ciencias Sociales», tesis presentada para la obtención del grado de Licenciado en Sociología, Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, La Plata, 2005, en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.498/te.498.pdf
(9) Ver el fallo de la CACC Trelew, Sala A, 17/04/2012, «Llompart, Edna Haydee y Otra c/ Trama Construcciones S.R.L. y otro s/ Daños y perjuicios» (Expte. 425 – Año 2011 CAT)
(10) El principio «in contra se pronuntiatio», simplemente explicado, significa que las afirmaciones de las partes en juicio no pueden probar a su favor, pero sí en su contra (CACC Trelew, Sala A, 30/9/2008, «PASTOR NEIL, Beatriz Elizabeth c/GHIGO, Claudio y/o quien resulte resp. laboral de la agencia local de la empresa de Transp. TUS s/dif. de hab. e indem. de ley» (Expte.22935 – Año 2008) e ídem, 13/11/2012, Transporte Ceferino S.R.L. c. Construcciones Tierras Patagónicas S.R.L. s/desalojo, LLPatagonia. 2013 (febrero), 804. En el fondo este principio del derecho procesal no es más que una derivación de un mandato bíblico: «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero» (Evangelio de San Juan, Capítulo 5, Versículo 31).
(11) Ver al respecto el excelente trabajo de José Luis de los Mozos, titulado «Ideología y Derecho», en su libro «Derecho Civil. Método, sistemas y categorías jurídicas», 1ª edición, Cívitas, Madrid, 1988, pp. 41 a 67.
(12) Atienza, Manuel, «Derecho y argumentación», Universidad Externado de Colombia, serie de teoría jurídica y filosófica del Derecho, N° 6, p. 17.
(13) Ver Llewellyn, Karl, «A Realistic Jurisprudence. The next step», en Columbia Law Review, Vol. XXX, Nro. 4, abril de 1930, pp. 431-465.
(14) CACC Trelew, Sala A, 24/06/2010, «SANDOVAL de PEREZ, Inés c/ ZABALA, Néstor Raúl s/ Daños y Perjuicios (1877 – 273 – 1999 – 56685)».
(15) La Lex artis es la pauta de actuación a que debe ajustar su conducta todo profesional de cualquier rama. Ella constituye el criterio valorativo de calibración de la diligencia exigible a un profesional, en cierto y determinado acto que ejercite. Ella es una suerte de protocolo o bitácora de lo que un médico consciente, atento, actualizado, debería hacer en un caso dado, a la luz de la sintomatología, características y circunstancias del cuadro que presenta el paciente, para ser considerado un buen profesional, una persona prudente término medio y no un aventurero o un experimentador con la salud de otros. La lex artis no es, en Medicina, otra cosa que la decantación de experiencias previas sobre reacciones más frecuentes del cuerpo humano ante determinada práctica, estímulo o tratamiento.En el Código Civil y Comercial la lex artis aparece como entre brumas, vinculada al modelo de apreciación de conductas del buen profesional o artífice, que anida en los arts. 1358 y 2026 CCC.
(16) Sobre la asistematicidad del Código Civil y Comercial, ver López Mesa, Marcelo, «Código Civil y Comercial de la Nación. Comentado. Anotado. Interacción normativa, jurisprudencia seleccionada. Examen y crítica», cit., tomo 1, comentario a los arts. 1, 2 y 3 CCC y también ver, mi trabajo titulado «El nuevo Código Civil y Comercial y la responsabilidad civil (de intenciones, realidades, concreciones y mitologías)», en Revista Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. UNLP. Año 13 / Nº 46 – 2016. ISSN 0075-7411.
(*) Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP). Académico de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Profesor de postgrado en la Universidad Austral y Profesor Visitante, entre otras, de las siguientes Universidades: Washington University (Saint Louis, EEUU), de París (Université Sorbonne-París Cité), de Savoie (Rhône-Alpes, Francia), de Coimbra (Portugal), de Perugia (Italia), de La Coruña (Galicia), Rey Juan Carlos (Madrid), de la República (Uruguay), Católica de Oriente y Pontificia Javeriana (Colombia), Católica de Cuenca (Ecuador), etc. – Autor de treinta y siete libros en temas de Derecho Civil y Procesal Civil – Ex Juez de Cámara en lo Civil y Comercial – Ex Asesor General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.